EL ACOSO
La primera vez que me sentí acosada por un hombre tenía tan solo trece años. Con poco más de nueve viví un episodio de cuya gravedad no fui consciente hasta bastantes años después.
Cuando ya nos habíamos mudado al piso de Ramiro de Maeztu, algunas tardes después de merendar, solía quedar un rato con mis primas Amparo y Carmen en el patio de la deshabitada alquería. Por aquel entonces debíamos tener entre los siete y diez años. Mientras jugábamos, mi padre estaba en los campos colindantes cosechando las verduras que la madrugada siguiente vendería en el mercado de abastos. Aquel día debía de tener algún asunto que resolver lejos de allí porque no estaba.
Al llegar al patio, frente a la casa, a la altura de la acequia que discurría junto a los chopos, a una distancia aproximada de diez metros, vimos a un hombre vestido de oscuro que estaba parado muy cerca de la puerta. La enorme parra lo ocultaba de posibles miradas desde los balcones de los edificios cercanos recientemente construidos. Al vernos, con voz seductora y susurrante, nos sugirió que mirásemos algo que sujetaba con sus manos a la altura de su entrepierna. Avanzamos unos pasos y nos quedamos las tres como pasmarotes mirando el artefacto que el hombre nos mostraba sin dejar de mover y cuyo funcionamiento dependía por completo de nuestra presencia y atenta mirada. Después de observar fijamente durante unos instantes nos sentimos incómodas. Algo en nuestro interior nos decía que no debíamos permanecer allí por más tiempo. Aquella tarde, las ganas de jugar libre y felizmente se desvanecieron y decidimos poner pies en polvorosa. Nunca más volvimos a hablar del tema; supongo que nuestro subconsciente quiso borrarlo o tal vez nos violentaba hablar de aquello.
Al llegar a casa, no recuerdo la precisión que empleé para relatar a mi madre lo acontecido, pero no he olvidado lo mucho que se escandalizó. Tengo su imagen en mi memoria realizando aspavientos de un lado a otro del comedor y llevándose las manos a la cabeza. Me prohibió terminantemente bajar a jugar a la alquería salvo que mi padre estuviese por allí. A partir de aquel día él estuvo vigilante y aquel tipo no volvió a aparecer, con lo que volvimos a jugar felices.
Pasado el tiempo, ya en mi adolescencia, vi la excelente película en blanco y negro de Ladislao Vajda titulada “El cebo” donde el protagonista, un hombre grande y también vestido de oscuro, trataba de engatusar a sus víctimas (siempre niñas) manejando un títere. Al ver determinadas secuencias, mi mente no pudo evitar trasladarse a aquella tarde de verano en el patio de la alquería.
El incidente del hombre vestido de oscuro mostrándonos su pequeño globo permaneció en el fondo de mi memoria a lo largo de los años, pero por fortuna no me creó ningún trauma que impidiese desarrollar mi vida normal. Lentamente los años fueron pasando hasta que cumplidos los trece sufrí un acoso del que ya fui completamente consciente.
Era el mes de julio y tenía vacaciones de colegio. Mi madre debió considerar que yo era ya lo suficiente madura para enviarme a hacer un recado a unos treinta o cuarenta minutos de casa y por primera vez me dejó ir sola. Aquello de caminar esa distancia y que no fuera el trayecto del colegio me hizo sentir mayor, libre e independiente. Recorrería primero el camino de Algirós y después continuaría vías arriba hasta llegar al antiguo Hospital de San Juan de Dios en el barrio de la Malvarrosa, donde mi iaio Vicente estaba ingresado y mi iaia Amparito, que estaba a su cuidado, esperaba la comida preparada por mi madre que yo le llevaba en unas fiambreras.
Hice el trayecto de ida exultante de felicidad. El camino de Algirós estaba asfaltado y era el que nos comunicaba con los poblados marítimos. Sus curvas discurrían entre campos, alguna alquería y una pestilente cuadra donde vivían hacinados unos pobres galgos cuyo trabajo era perseguir a las liebres mecánicas en las carreras de apuestas del Canódromo Avenida. El hedor a caca de perro hacía muy desagradable pasar cerca de aquél lugar pero nada comparable con la tristeza que a mí me producía escuchar sus constantes aullidos. Una vez superado ese tramo, el recorrido continuaba tranquilo hasta enlazar rumbo a la Malvarrosa donde estaba mi destino.
Al llegar al hospital busqué la habitación, saludé a mis iaios con un beso, le di a mi iaia su comida y tras pasar unos minutos con ellos comencé mi regreso en sentido inverso. Recorrí un tramo del camino sola y tranquila, recuerdo que volví por la acera de la derecha en el sentido de circulación de los vehículos. A esas horas del mediodía y con un asfixiante calor, las estrechas zonas para viandantes apenas estaban concurridas. Por la calzada, en ambas direcciones, algún coche, vespa o motocarro pasaba fugazmente centrado en su trayecto.
De pronto, un muchacho que no tendría más de catorce o quince años de edad y que caminaba en el mismo sentido que yo por la acera de enfrente, comenzó a llamarme. Le miré. Sujetaba con su brazo izquierdo una carpeta oscura que le servía de parapeto para ocultar lo que durante todo el trayecto me fue enseñando. Vi como su mano derecha movía algo incesantemente y me di cuenta de que aquello ya no era un globo hinchable ni un juguete. Por mi edad fui plenamente consciente de que lo que me estaba mostrando era su miembro. Comencé a violentarme y a sentirme muy incómoda. Yo caminaba cada vez más deprisa, los nervios, junto al calor del mes de julio a las dos de la tarde, contribuyeron a que el trayecto de vuelta se me hiciese interminable. No llegaba nunca. El joven onanista continuaba llamándome y reclamando mi atención. Por mi timidez fueron pocas las veces que me atreví a mirarle pero cuando de reojo tenía el valor de hacerlo, el espectáculo que me encontraba al otro lado del camino era el mismo: con el telón de fondo de una carpeta oscura el depravado adolescente continuaba masturbándose.
Ese muchacho consiguió provocar en mí una sensación de angustia que no había experimentado nunca antes. Solo deseaba perderlo de vista, que dejase de acosarme y poder caminar tranquila. Me sentí agredida y violentada sin que me tocase ni un pelo. Por fortuna llegó un punto del trayecto en el que despareció.
Aquel mediodía, a mi recorrido le crecieron los metros y los treinta y pico minutos de duración se me hicieron eternos. Yo continué caminando muy rápida, inquieta y acalorada hasta culminar el último de los seis pisos del edificio de Ramiro de Maeztu donde me iba a encontrar segura. Me esperaban a comer. Tardé un rato en sentarme a la mesa porque con el acoso de esa mañana no había finalizado mi odisea. Algo muy importante hizo que aquel día de julio de 1972 permaneciese en mi memoria el resto de mi vida.
Al llegar a casa, no le conté nada a mi madre por temor a que no me dejase hacer sola de nuevo un trayecto similar. Nerviosa y sudorosa me metí en el aseo. Necesitaba tranquilizarme, sentarme en el inodoro y refrescarme un poco antes de comer. Al bajarme los vaqueros, sobre la gruesa costura central, una mancha roja y oscura llamó mi atención. También la que había teñido de rojo el blanco de mis bragas. Era sangre.
Mi menarquia llegó con trece años y cinco meses y no se le ocurrió mejor día para presentarse. Llamé a mi madre pidiendo ayuda y ella emocionada me suministró unas enormes y gruesas compresas para empapar la hemorragia, las extra finas, con alas y los discretos tampones no los conocería hasta años después.
A partir de ese momento, doce veces al año tendría que soportar el periodo menstrual que tanto me molestaría y odiaría y que al que yo solo le encontraba inconvenientes. Cumpliendo las leyes de Murphy, no había examen, excursión, o día de playa en el que no hiciese acto de presencia. Ahora, cuando estoy en la tercera fase de mi vida lo echo de menos, porque en contra de lo que yo pensé durante los cuarenta años que me acompañó, su ausencia, en lugar de liberarme sólo me ha perjudicado.
Con respecto al acoso, el del camino de Algirós no sería el último al que me he visto sometida. Hubo algunos otros que darían para nuevos relatos. Por fortuna para mí, ninguno tuvo graves consecuencias, pero no por ello dejaron de hacerme pasar momentos angustiosos.
Estos hechos me hacen pensar en lo terrible que es sentirse acosado; tanto siendo niños como adultos. Los casos que por desgracia terminan en violación dejan un trauma terrible al que lo sufre, que las personas desde fuera no podemos verdaderamente imaginar. Mi solidaridad con todos aquellos que lo han sufrido y tal vez nunca relaten su dura experiencia. No pierdo la esperanza de que este tipo de hechos (y otros peores) no se repitan. Aunque viendo cómo está el mundo, no puedo evitar ser un poco pesimista...
©️AMPARO NOGUERA
Aunque tu tono ligero y amable permite leer este relato fácilmente, no puedo por menos que sentir pena, dolor y asco, a partes iguales o similares, no sé. Por ti y por tantas otras, principalmente niñas y mujeres, pero también niños. Pero, sobre todo porque, como tú en tu último párrafo, soy muy pesimista sobre el futuro en este tema. Y duele ver que más que para adelante , parece que retrocedemos.
ResponderEliminarPero, enhorabuena por contarlo así de sencillo.
(Y me siguen encantando tus auto-dibujos)
Pues hasta hoy no lo habia leído.
ResponderEliminarTengo, por desgracia tres o cuatro experiencias iguales, y también me causaron una angustia horrible como a ti. Eran otros tiempos pero las malas personas, estaban también.
Son momentos desagradables pero no para esconderlos. Me parece genial utilizarlo para solidarizarnos con todos los que lo han sufrido en cualquier dimensión. Bravo Amparo!! 😘
Hola, Amparo.
ResponderEliminarSent per el que vares passar! Era prou corrent en aquella època i molt desagradable. A els meues amigues ens va passar quan anavem en bici per l'horta. Però se'l trobarem, no ens va perseguir.
M'encanta com recordes tants detalls! Quina memòria! Besets.
Se m'oblidava! M'encanta el dibuix que has fet de l'alqueria! No podia apartar els ulls, és preciós!
ResponderEliminarGràcies per compartir les teues experiències!