EL NARANJO
Es nuestro árbol frutal por excelencia. Ese que visto desde el cielo tapiza gran parte de nuestro paisaje de verde intenso en invierno y en verano y que da como fruto la naranja, uno de los más dulces y sabrosos cítricos que existe. Es el árbol que sirvió de escenario a Blasco Ibáñez para una de sus novelas y el mismo que en estos momentos de la vida se siente menospreciado en su propia tierra para dejar paso a naranjas de otros países llegadas en avión desde miles de kilómetros, que jamás podrán igualarlas en sabor y en dulzura. Cada vez son más las plantaciones de naranjos que se sustituyen por otros cultivos dado su bajo rendimiento económico. Tampoco ayuda el consumo de los propios valencianos que parece que se olviden de la naranja salvo para tomar un vaso de zumo en algún desayuno y éste suele ser mayormente envasado.
El naranjo es un árbol de tronco cilíndrico y copa redonda. Sus ramas aparecen a un metro del suelo y están pobladas de hojas perennes de forma oval de las cuales crecen, solitarias o en racimos, las flores de azahar, cuya fragancia me embriaga cada primavera, superando en mi opinión al jazmín, las rosas o la lavanda. No hay aroma de flor que consiga hacerme sentir lo mismo que el azahar. Es como una notificación olfativa que me comunica que la primavera ha llegado y el frío del invierno está a punto de terminar. Si a esta fragancia añado el regalo de la luz del sol que tenemos en Valencia, entonces me invade una inmensa sensación de felicidad y agradecimiento a la vida por haberme hecho nacer en esta ciudad y no en un país del norte del planeta.
El naranjo y yo tenemos algo en común, nos gusta mucho el sol pero odiamos el frío. Al naranjo le afectan tanto las heladas, como a mí estar en pleno invierno con la calefacción estropeada, así que tiene que estar a pocos metros sobre el nivel del mar, dando siempre la espalda a los fríos vientos del norte y recibiendo las mayores horas de sol posibles. El nacimiento de un naranjo se produce por germinación de una semilla, con un trasplante o partiendo de una raíz, pero siempre en el vivero, que es casi lo mismo que estar en la incubadora. Al plantel del naranjo se le dan mimos y cuidados hasta que está listo para plantarlo en el suelo arenoso y arcilloso del campo donde el árbol llegará con los años a hacerse “mayor”; puede llegar a los cien años, cosa que conseguirá si es regado abundantemente pero sin ahogarlo.
Su fruto, la naranja dulce, es uno de los que más ha deleitado mi paladar a lo largo de mi vida. Existen unos 300 tipos de naranjas aunque solo una docena son comunes en nuestras mesas: las navel que en inglés significa ombligo y tienen la piel más rugosa, se toman en mesa principalmente; las blancas o lisas son las usadas para zumo y las sanguinas de color rojizo que yo me bebía después de ablandarla con mis manos.
Mi padre creció cultivando con esmero sus huertos de alrededor de la alquería hasta que la imparable urbanización de la ciudad le dejó sin tierras y en el lugar de sus tomateras y melonares le plantaron edificios. Pero durante mi infancia, cuando aún tenia huertos, debió sentir necesidad como valenciano de cultivar el árbol frutal mas típico de nuestra tierra y decidió junto con mis tíos Manolo y Rafael, que no eran agricultores, comprar un huerto de naranjos de diez hanegadas en el término de Aldaia. Buscaron un encargado para el campo que fuera de la localidad y mi padre acudía a revisarlo cada semana.
A partir de entonces, el huerto de naranjos de Aldaia se convirtió en nuestro parque de atracciones sostenible donde acudir a pasar algunos domingos. No necesitábamos restaurantes, ni grandes piscinas, ni zonas temáticas. En compañía de nuestras amigas Consue y María y en ocasiones de la familia del encargado que mi padre contrató, hicimos y comimos paellas entre los naranjos y nos dimos chapuzones en la balsa de riego que no tenía más de cuatro metros de largo. A veces metíamos un neumático de coche a modo de flotador que era casi más grande que la balsa cuya agua, salvo cuando estaba recién llenada, tenía un color verdoso en ocasiones. Ahora Sanidad no la daría como apta para el baño pero a nosotros no nos importaba. Las ranas, animal que entonces descubrí, campaban a sus anchas al rededor de la balsa y se bañaban con nosotros. ¡Cómo disfrutamos y qué felices éramos con tan poco…! Después del baño una buena paella valenciana y la siesta a la sombra de los naranjos.
Con el paso de los años siendo yo adolescente, mi padre y sus hermanos tomaron la decisión de vender el naranjal y mi padre quedó de nuevo huérfano de naranjos hasta que un día, cuando yo ya estaba casada y había nacido mi hija Sandra, mis padres decidieron comprar un nuevo huerto de siete hanegadas en la localidad de Vilamarxant. No sé cómo fueron a parar hasta allí, lo cierto es que la ubicación del campo no podía ser más bonita y perfecta. Se llegaba tras recorrer 4 km de caminos rodeados de naranjos en dirección oeste a partir de la población, justo antes de una pendiente desde donde se divisaba el río Turia. Estaba situado bajo la ladera de una montaña, resguardado del viento del norte y mirando al sur. Un olivo nos daba siempre la bienvenida. Estaba bordeado en la parte de la ladera por la acequia de riego y por un racimo inmenso de cañas. Y la parte del camino que daba al exterior, estaba decorada por una tira de otros árboles frutales: magraners, caquis y chincholers, frutas que exceptuando los caquis, harían mis delicias durante muchos años. ¡Cómo me gustaban los chinchols y qué ricos estaban…! Cuando de verdes empezaban a pasar a marrones, con su sabor parecido a una manzana cítrica, eran una delicia. También disfruté de los granos rojos como rubíes de las magranas regados con mistela y azúcar que incansablemente siempre desgranaba mi padre.
Mi madre moriría en 1999 y mi padre continuó visitando el huerto hasta su muerte en 2014. Se fue haciendo mayor y dejó de conducir pero mantuvo intactas sus ansias de ir al campo así que yo lo llevaba con el coche algunas veces al mes a pasar la mañana para que “matara el gusanillo”. Mi padre le daba una vuelta al campo con su gaiato y se distraía quitando chupones a los árboles y cosechando frutas según la época. A veces llegábamos y nos encontrábamos sobre la tierra húmeda, las huellas de los jabalíes que habían escarbado. Ese huerto también fue el lugar donde dimos sepultura a Negri, nuestra perrita cocker cuando murió hace ya muchos años. Hasta los 89 años estuve llevándo a mi padre al huerto, mientras tanto yo pasaba el tiempo dibujando en un cuaderno mientras él respiraba los sorbos de vida que le quedaban.
El huerto lo heredamos mi hermano y yo a la muerte de mi padre y actualmente sigue siendo nuestro, pero los gastos de su cuidado suponían cerca de 2000 € anuales entre riegos, podas, abonos y la cantidad que había que pagar a Tino, el propietario de los campos colindantes que se encarga de su cuidado. La rentabilidad era prácticamente nula de manera que antes que dejar morir los árboles, decidimos cederle el huerto a Tino sin cobrarle ningún arrendamiento hasta que él nos lo pueda comprar. Nosotros solo vamos de vez en cuando a por naranjas, que os diré son de la variedad Navelina New Hall (con ombligo); no tienen pepitas y son muy dulces. Yo no he probado naranjas tan ricas como esas…
©️AMPARO NOGUERA 2021
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