LA HUERTA

    Durante los años que viví en la alquería, crecí viendo como mi padre cultivaba las verduras de cada temporada, siempre con extraordinario mimo y dedicación: patatas, cebollas, pimientos, tomates, berenjenas, boniatos, alcachofas, calabacines, maíz, melones, sandías… y hasta fresones. ¡Ay… los fresones de mi padre...! ¡qué aroma, qué sabor…! aquello sí que era una delicia. Nada que ver con los de ahora, que los muerdes y están huecos por dentro, aquellos, además de macizos eran jugosos y aromáticos y había que lavarlos bien para quitarles la tierra, ahora, como se cultivan a base de sustratos, parecen de plástico y no tienen ni un grano de tierra, por no hablar de su sabor, que a veces me recuerda al de los medicamentos.

    Aunque pueda parecer extraño, también tengo archivado en mi cerebro el delicioso e intenso sabor de las setas de cardo, a años luz de las de cultivo que se venden envasadas en el supermercado. No las plantaba mi padre, crecían salvajes en los chopos de al lado de la acequia, esa que no sería la misma si yo un día no hubiese caído en ella. Sucedió un día de la cosecha de cebollas tiernas. Mi madre, mi yaya, Juana y a veces alguien más, se sentaban en pequeñas sillitas de mimbre al borde de la acequia, allí, cortaban el exceso de rabo a las cebollas y las ataban en manojos de tres, que luego enjuagaban en el agua para eliminarles la tierra. Yo, que tantas veces había practicado el salto de longitud con éxito, ese día pisé los rabos de cebolla húmedos y resbaladizos que había en el borde y caí dentro. La acequia no era profunda, pero sí lo suficiente para que diese mis primeras clases de buceo y como el fondo tenía tarquín, me embarré de tal manera, que cuando mi madre me sacó yo parecía estar bañada en chocolate; aunque el aroma que desprendía, mezcla de agua de acequia y de cebolla, nada tenía que ver con el delicioso alimento.

    En el campo, igual que disfrutaba metiéndome entre las tomateras, era feliz viendo como mi padre hacía los planteles de los melones. Era como jugar a las miniaturas pero con plantas de verdad. Con qué mimo los cuidaba y trasladaba al caballón. Yo creo que eran “matitas” felices y así salían luego de hermosos y de grandes. Siempre me sorprendió ver como mi padre, escuchando el sonido que producía un golpecito de sus dedos sobre el melón o la sandía, sabía si estaban buenos y dulces para comer. Y siempre acertaba.

    Y ahí continuaba mi padre, cosechando sus verduras, mientras los edificios nos acechaban. Cada vez más y más cerca, los de Cros, el bloque de los ferroviarios, “Casas para todos”, la calle Ramiro de Maeztu, Peris Brell, Borriol… La calle Leones, en la parte de atrás de la alquería, estaba todavía por asfaltar pero ya se empezaba a construir edificios. Tanta gente llegó a vivir al barrio, que recorrer la senda por delante de la alquería para ir de un sitio a otro, era algo habitual.

    Los nuevos vecinos, veían los extraordinarios productos que mi padre cosechaba cada tarde en el campo para vender en el mercado al día siguiente y no podían resistir la tentación de comprarle algo. De manera que hace cincuenta y cinco años, mi padre ya inventó la venta directa “de la huerta a su mesa.” Compró una balanza inglesa con pesas de kilo, de medio kilo y de cuarto y cada tarde, al borde del campo, ya volcaba en los cestos de mimbre del vecindario parte de la cosecha, que además vendía al mismo precio que lo haría al día siguiente en el mercado.

    En 1967, dado el acoso de los edificios y las recomendaciones del pediatra a cerca de mi salud, (o nos íbamos de la alquería o yo no mejoraría de mis bronquios y mis alergias), nos marchamos a vivir a un piso, desde cuyo balcón divisábamos la casa, los campos, los chopos y la acequia.

    La alquería quedó deshabitada. Mi padre continuaba guardando en ella sus herramientas y aperos de labranza y yo, cada día al salir del colegio, seguía recorriéndola por dentro y jugando en su patio debajo de la parra.

    Era tanta la gente que iba a comprarle verduras al borde del campo, que un día mis padres tomaron la decisión de derribar el tabique que separaba la habitación de mi yaya, y que se encontraba entrando a la izquierda. Allí colocaron un mostrador de madera y colgaron del techo un par de balanzas. Sacaron la correspondiente licencia y la alquería pasó a convertirse en “La Huerta” la mejor tienda de frutas y verduras del barrio. Decidieron que el horario de venta sería el de los mercados, de nueve a dos de la tarde. Además de vender la propias cosechas, mi padre traía cada día del mercado de Abastos, aquello que no cultivaba, como plátanos, peras, manzanas… Como el trabajo era muy intenso, para ayudar a mi madre tuvieron que contratar una dependienta y raro era el día que no se terminaba todo el género.

    Aquello fue un regalo para el vecindario, tener acceso a productos recién cosechados, en un local que resultaba tan entrañable, “una alquería valenciana”. Y así pasaron varios años hasta que la expropiación de la casa junto a los terrenos adyacentes nos obligaron a cerrar.

    Lo mejor que tuvo “La Huerta”, además del género recién cosechado, fue la simpatía de mi madre. Ya os he contado que le hubiera gustado ser psicóloga o relaciones públicas. Pues bien, como dependienta, mi madre se graduó con “sobresaliente cum laude” en una doble carrera de relaciones públicas y terapias personalizadas. Su educación, amabilidad y extraordinaria simpatía, atraían incluso más que las propias verduras. Todo el mundo en el barrio la quería.

    Hay algo que aprendí de ella durante esos años en “La Huerta”. Al volver del colegio, yo solía pasar por la tienda y a veces veía a mi madre a escondidas en la trastienda, llenar desinteresadamente el capazo de algunas clientas, cuyo poder adquisitivo por circunstancias o por tener familia numerosa, no les daba para hacer milagros. Aún existen vecinas en el barrio, clientas de “La Huerta” en aquel entonces, que me recuerdan lo bien que se portó mi madre con ellas.

    Fueron unas clases prácticas que nunca le agradeceré bastante. Me enseñaron en directo lo que es la generosidad y dejaron en mi una profunda huella.


©️AMPARO NOGUERA 2021

 



 


Comentarios

  1. Es fantástico ver el orgullo y cariño con que describes este pasaje de tu vida, donde tu madre como relaciones públicas y benefactora de vecinas con verdaderas carencias, es la auténtica protagonista. Tu padre, trabajador incansable, cuyo espíritu de sacrificio en una tarea tan dura como el cultivo de la huerta, le va a la zaga.
    Lo que tus padres sembraron y cultivaron en tu persona, ha fructificado y madurado como la mejor de las cosechas. Así lo demuestras una y otra vez a través de tus relatos y por ello les quiero dar mi más sincera enhorabuena.
    R.A.C.

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    1. Ellos te lo agradecerían, Roberto. Sé que lo hicieron muy bien. Y estoy muy orgullosa de ellos y agradecida por todos los valores que me transmitieron.
      Gracias por tus palabras.

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  2. Releo este relato y me sigo emocionando. Con qué facilidad, Amparo, nos haces revivir y resentir recuerdos. Y, en este caso, nos haces creer que conocimos a tus padres.
    Gracias 🥰

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    1. Y a mi me emociona lo que me dices. No imaginaba que mi sencilla vida y la de mi familia podía llegar a gustar tanto. Gracias de corazón. 🥰

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