LA SEMANA SANTA Y LAS PASCUAS


    La Semana Santa de Valencia se celebra en los barrios cercanos al mar Mediterneo: el Cabanyal, Canyamelar y el Grau; por eso se la llama Semana Santa Marinera.

    Nuestra alquea, aunque aislada por aquel entonces entre las huertas, formaba parte del Grao y esbamos conectados con los cleos poblacionales a tras del Camino del mismo nombre y por la cercana Avda del Puerto. La distancia de veinte minutos caminando hasta llegar al Cabañal y el no haber construcciones entremedias, haa que escucsemos el repicar de las campanas de sus iglesias desde nuestra propia casa. Aún hoy en a, viviendo en el mismo lugar en el que na, si el viento es favorable y la hora es temprana las escucho.

    Nacer en el seno de una familia católica en los años sesenta suponía celebrar la Semana Santa cumpliendo todos los preceptos de la Santa Madre Iglesia. Nada tiene que ver cómo lo vivíamos entonces a cómo se vive en la actualidad, porque salvo la excepción de los católicos practicantes, la mayoría de las personas espera esta semana para disfrutar de sus últimos días de esquí (si es que la nieve todavía no se ha derretido), de los primeros baños en el mar (que con el cambio climático tendrá el agua cada vez más caliente) o simplemente aprovecha para realizar un viaje cultural y tal vez ver la procesión de alguna ciudad española.

    La Semana Santa en mi niñez era todo un ritual que comenzaba el miércoles de ceniza, día que marcaba el inicio de los cuarenta días de Cuaresma que era la preparación para la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. Lo hacíamos principalmente con la abstinencia de comer carne durante todo el día, tanto ese miércoles como los viernes siguientes. Normalmente comíamos arroz con acelgas, sopa de pescado o potaje de garbanzos (que a mí me encantaba). Otras veces, mi madre cocinaba paella de marisco con sus correspondientes gambas y cigalas, algo que me hacía cuestionar dónde estaba el sacrificio puesto que a mí me gustaba mucho más la paella de marisco que la de carne.

    También el colegio de la Purísima, al que asistí de los 10 a los 13 años, me hizo vivir la Cuaresma rezando delante de cada una de las 12 estaciones del Via Crucis que había repartidas por los muros de la capilla. Además, las hermanas franciscanas, para que no olvidásemos que estábamos en tiempo de sacrificios, nos daban una pequeña libretita (que cabía en la palma de mi mano) impresa con los días de la semana seguidos de puntos suspensivos para que rellenásemos con nuestras infantiles y cotidianas renuncias y privaciones y que debíamos entregar cumplimentada antes de marcharnos de vacaciones. Yo obligatoriamente la rellenaba, pero he olvidado cuáles eran aquellos sacrificios. ¿Tal vez no comer chocolate…?

    Cuando llegaba el Domingo de Ramos nunca nos faltaba una artesanal palma blanca de Elche que al volver de la Iglesia mi padre colocaba en el balcón de la alquería. Allí permanecería durante meses por la pena que nos daba el despojar la fachada de un adorno tan extraordinario.

    La tarde del Jueves Santo íbamos “de Herodes a Pilatos”, tal como hizo Jesucristo la noche de su condena. Teníamos que visitar obligatoriamente siete “monumentos”. Se trataba de orar ante siete Sagrarios de siete iglesias diferentes. El recorrido era aleatorio. Empezábamos por El Patriarca San José y San Francisco Javier, para continuar por Santa María del Mar, Nuestra señora de Los Angeles, Nuestra Señora del Rosario, el Cristo Redentor... Como por la tarde del jueves no solía darnos tiempo continuábamos el Viernes Santo por la mañana hasta completar el cupo. Para una niña pequeña como yo aquello resultaba bastante tedioso pero cogida de la mano de mis padres no tenía escapatoria.

    Por suerte, al finalizar el recorrido, en casa nos esperaba la comida del último día de abstinencia. Tras el arròs amb bledes o el potaje de garbanzos nos esperaban las exquisitas torrijas de leche que mi madre rebozaba con huevo y espolvoreaba con azúcar y canela, y que a pesar de tomarlas en Viernes de Pasión a mí me sabían a Domingo de Gloria. También durante la cena, el placer que experimentaba mi paladar al tomar el suculento bocadillo de mandonguilles d’abadejo acompañadas de tomata amb tonyna, me insuflaba cierto optimismo y pronosticaba que el final del duelo estaba al caer…

    La televisión en la Semana Santa también ponía de su parte para crear un clima de penitencia en los hogares. Además de ser en blanco y negro, se guardaba de emitir programas musicales o películas que provocasen la carcajada, no fuera que nos lo pasáramos bien y cayésemos en pecado. Parecía que se ponía de luto y sobre todo el Viernes Santo se convertía en un verdadero rollo. No sé en qué año comenzó la emisión reiterada de Los Diez Mandamientos, Ben Hur, y Quo Vadis… Creo que aún tardaría, pero la llegada a nuestros hogares de esas películas consiguió hacernos más llevadera la tarde del jueves.

    La noche del Viernes Santo asistíamos religiosamente a la tradicional Procesión del Santo Entierro. Teníamos asiento preferente en la calle de Pedro Maza, por donde discurría la procesión que había salido desde la cercana Iglesia de los Ángeles. Nos poníamos delante de casa de mi tía Carmen, hermana de mi madre, que cada año sacaba sus sillas a la puerta para acomodo de familiares y amigos. Y nosotros, en primera fila, soportando el frío del anochecer y durante varias horas, disfrutábamos viendo desfilar a los personajes bíblicos de las correspondientes Cofradías y Hermandades: Samaritanas, María Magdalenas, Dolorosas, Pretorianos, La Legión, Granaderos de la Virgen, Nazarenos, Cristos... y si algo de la procesión tengo grabado en mi mente y me traslada a mi infancia cada vez que los oigo es el sonido de trompetas y tambores que intensificaban la emoción acompañando cada paso. Pom, poropom, poropom pom, pom, pom pom!

    Al finalizar la procesión recuerdo la sensación de tristeza y alivio a la vez que me producía ver el Cristo Yacente. Era como sentir que tanto su sufrimiento como el mío ya había terminado.

    A pesar del sentido triste y de recogimiento que tenía el acto yo como niña pequeña lo disfrutaba como si de una película se tratase. Me deslumbraban los vestidos de las samaritanas porteando sus jarras y otros objetos con sus asombrosos peinados de trenzas ascendentes entremezcladas con adornos, me intrigaban los ojos de los rostros que había detrás de los capirotes de los nazarenos y me fascinaba el aterciopelado uniforme napoleónico de los Granaderos de la Virgen que me parecían los más guapos de toda la procesión. Cada personaje que desfilaba tenía un papel en la historia y yo me imaginaba viviendo mil y pico años antes en la tarde de la crucifixión.

    El Sábado Santo era un día que pasaba sin pena ni gloria; como un compás de espera hasta las doce de la noche, momento crucial de la Resurrección y ascensión de Nuestro Señor a los cielos y que yo siempre me perdía porque me pillaba profundamente dormida.

    La mañana del domingo de Pascua el alegre repicar de las campanas de las Iglesias más cercanas se escuchaba desde nuestra casa; nos anunciaba que Cristo había resucitado. Con entusiasmo acudíamos al desfile de Resurrección. Un desfile alegre, de marcha rápida, de capuchas quitadas, de túnicas blancas y de rostros felices. Sabiendo que Jesucristo ya se había instalado cómodamente en los cielos yo ya tenía licencia para reír tranquilamente, saltar o gritar si me venía en gana. Que aunque ahora parezca una tontería, en mi casa, hasta el sábado por la noche estaba mal visto hacerlo.

    Y por fin llegaba la tan deseada tarde del Domingo de Pascua ¡Esa sí que era la bomba! La pasábamos en el patio de mi casa donde mis primas Amparo y Carmen y grupos de niños que llegaban de los edificios vecinos cantábamos la tarara y saltábamos a la cuerda, lo que hacíamos en riguroso turno y el que la pisaba, pagaba y no tenía más remedio que “darle”. ¡Cómo me gustaba saltar y correr…! Entonces no me dolían las rodillas ni los lumbares… daría lo que fuera por volver a poder encontrarme como entonces…

    Tampoco faltaba cada año el entusiasmo de mi padre con el tema de empinar el catxirulo. Era tan habilidoso que me lo construía él mismo. Aquello eran verdaderas manualidades en familia. Finas cañas, papeles de colores, hilo de palomar, lazos de retales… recuerdo que unos años hacíamos un hexágono y otras un rombo. En el momento del vuelo, tras la inicial carrera contra el viento, mi padre soltaba con habilidad los hilos y el cachirulo se hacía cada vez más y más pequeño… luego, sujetando mis manos por detrás, me dejaba coger los hilos y estos, como una prolongación de mis brazos, me hacían sentir que tocaba el cielo.

    A media tarde, nos esperaba la merienda: un buen bocadillo con un trozo de longaniza de pascua y una atractiva y esponjosa “mona” decorada con “anisitos” de colores, con forma de cocodrilo, de tortuga, de trenza o simplemente redonda con un huevo duro en medio con la cáscara tintada de algún color y que era siempre de gallina, nada de kinders de chocolate. Las monas de entonces solo llevaban huevos de verdad, imprescindible para poder cascarlo en la frente del vecino.

    Por si no fuera suficiente con los huevos de las monas, en casa mi madre los hervía por docenas que conseguía que adquiriesen un tono rojizo gracias a las pieles exteriores y oscuras de las cebollas. Sobre la mesa de la cocina los colocaba en un plato y toda la semana teníamos huevos “para picar” como si de un aperitivo se tratase. En una semana comíamos más huevos duros que en todo el año.

    Recuerdo aquellos días muy felices. Había valido la pena el sacrificio de la Cuaresma. La semana del domingo de Pascua hasta el lunes de San Vicente, la cuerda, los amigos, el cachirulo y la mona me hacían olvidar las penitencias de los días anteriores. Además, las Pascuas olían mucho a primavera, a azahar y a buen tiempo, algo que a día de hoy me sigue poniendo muy contenta…

 ©️AMPARO NOGUERA 2021


El dia de Pasqua Pepito plorava

perquè el catxirulo no se li empinava.

La tarara sí, la tarara no,

la tarara mare que la balle jo.

Ell porta pirri, ella porta pirri

ella porta pirri, també polissó.

La tarara sí, la tarara no,

la tarara mare que la balle jo.

El dia de Pasqua,dia de les mones

quines pantorrilles tenen les xicones

La tarara sí, la tarara no,

la tarara mare que la balle jo.

El dia de Pasqua Pepito plorava

perquè el catxirulo no se li empinava.

La tarara sí, la tarara no,

la tarara mare que la balle jo.

Un dia de Pasqua un xiquet plorava

perquè el pa de Dacsa no li agradava.

La tarara sí, la tarara no,

la tarara mare que la balle jo.

 

 







Comentarios

  1. Aplausos, como siempre.
    Cúanto aprende uno y cuánto revive en este blog!

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