EL HOMBRE PACÍFICO

  

    Nació el 29 de septiembre de 1923. De joven fue muy guapo. De estatura media, delgado, cabello oscuro, piel cetrina, nariz chata y rostro agradable. Yo creo que podría haber hecho de doble de algún actor, pero Hollywood estaba tan lejos de la huerta de Valencia que ningún cazatalentos se pasó por aquí para descubrirlo, así que se quedó cultivando sus hortalizas.

    La expresión “era una bellísima persona”, le viene que ni pintada, porque si era bello por fuera, mucho más lo era por dentro. Su manera de ser: cariñoso, amable y simpático, le hizo tener muchos amigos a los que cuidaba y de los que nunca se olvidaba, y para las mujeres tuvo siempre palabras bonitas y un trato exquisito.

     Su vida, aunque sin milagros, estuvo cerca de algunas vidas ejemplares que leí. Porque era bueno por naturaleza y extremadamente confiado; un “bien pensado” diría yo. No tenía maldad ni creía que nadie la pudiera tener con él. Jamás le conocí acto reprobable ni altercado con nadie digno de mención. Llevaba intrínseca la generosidad. Recuerdo el incesante desfile de gente de cualquier clase social que pasaba por casa a pedirle trabajo y favores, por quienes hacía todo lo que estaba en su mano.

    También fue muy espléndido con nosotros. Nunca nos negó ningún deseo y era feliz de poder complacernos. Cada Noche Buena, con un disfraz de papá Noel que se compró en el “todo a 100” nos daba, previo beso en su mano, un sobre con las típicas “estrenas” compuesto siempre por billetes nuevos con un adictivo olor a tinta.

    Su sencillez, humildad y compasión eran parte de su encanto; virtudes éstas que yo le admiraba y que he tratado de que formen parte de la esencia de mi persona. De él aprendí a pedir perdón desde muy pequeña cuando me decía que “nunca es más grande el hombre que cuando está arrodillado”; actitud ésta poco común en nuestros tiempos, en los que el odio y el rencor se apodera de las personas, pero que ponerla en práctica ayuda enormemente a sentirse mejor.

    Trabajó de sol a sol. Llegado el verano, sin conocer cremas solares, su piel cetrina resistió sin camisa los bronceados más intensos usando como única protección un sombrero. Cuidó feliz de sus campos y éstos, agradecidos, le devolvieron buenas cosechas que integraba diariamente en su alimentación: ensaladas, hervidos valencianos y comidas caseras. No perdonaba el pan ni la fruta. Y si había que darse un capricho lo hacía con el marisco; le gustaba una barbaridad. En la temporada de clóchinas valencianas no había día que no tuviéramos un plato en la mesa.

    Cuando quedó viudo a los 75 años le enseñé a cocinar y consiguió hacerlo mejor que mi madre. Fue un excelente cocinero y no lo exagero. Estuvo dándonos de comer como polluelos durante más de doce años para que nosotros pudiéramos ir a trabajar o estudiar. Recuerdo sus deliciosos caldos y guisos tan trabados y con tanta enjundia que, como él decía, “es podien tallar”. Sus platos nunca tuvieron exceso de aceite ni de sal y su secreto era el buen producto que traía cada semana de los mercados de Algirós y del Cabañal. Qué bonito es ir ahora a comprar a sus paradas habituales y que después de siete años todavía lo recuerden con tanto cariño... Hay veces que hasta se me humedecen los ojos.

    Pero en toda mi vida no he conocido un hombre tan goloso como él. Me contaba que de joven, cuando vivió la precariedad de la post guerra y en su casa no se podían permitir los dulces y caprichos, apuntando maneras de “cocinillas” se escondía en la cuadra y con un huevo, leche, azúcar y un pequeño hornillo de gas se hacía flan de “un huevo” al baño de María. No quiero pensar la que se habría liado si el fuego del hornillo llega a prender la comida de los animales… Su afición por el dulce hizo que no nos faltara la bandeja de pasteles cada domingo. Fueron tiempos de Noel, La Rosa de Jericó en la Calle de la Paz, la nata para los fresones de Barrachina y más tarde Notre Dame en la calle Salamanca o Venus en la Avda. del Puerto.

    El líquido elemento que tanto le gustaba para ducharse, no le gustaba para beber: “El agua para los patos”, decía a los camareros cuando le tomaban nota. Así pues, en la mesa no faltaba el vino tinto y la gaseosa “La Señera”. Pero lo mejor era el chorrito de “Anís del mono” que le añadía al agua del botijo que se llevaba al campo para refrescarse. Aún recuerdo de niña lo bien que me sabían aquellos traguitos de “palometa” que me daba… A pesar de aquello nunca me dio por la bebida. No me gusta el alcohol y siempre brindo con agua, feliz de rebelarme contra los supersticiosos que dicen que eso trae mala suerte.

    Su amor por los viajes (siempre llevando su cámara de fotos) y su estricta puntualidad hubieran hecho de él un perfecto Phileas Fogg dando la vuelta al mundo. Recorrió junto a mi madre casi toda España y algún país extranjero como París, Italia o Amsterdam.

    Ya fallecida mi madre, en el año 2000, cuando mi padre tenía setenta y seis años y yo cuarenta y uno, le acompañé en un viaje por Italia organizado por el párroco de Castellar. El autocar lo llenaba un grupo muy agradable de jubilados con muchas ganas de disfrutar de la vida. Entre todos sumaban más de cuatro mil años. Ni la momia de Tutankamón…

    Cada día muy temprano asistíamos a la Santa Misa en la principal Iglesia de cada ciudad: Asís, Loreto, Roma, Venecia… Y diariamente en el autocar a la hora de la siesta, cuando no había manera alguna de escaquearme, rezábamos el rosario. Hacía muchos años que mi interés por imitar algunas “vidas ejemplares” había desaparecido y ese viaje me ayudó a corroborar que aquello de la santidad no era lo mío...

    Le encantaban los acertijos de números, con los que siempre distraía a los sobrinos en bodas y comuniones, y también recitar versos de canciones aprendidas en el servicio militar. Creo que de haber podido estudiar le habría gustado ser matemático o ingeniero, siempre hacía inventos curiosos como utilizar una ramita atada a las asas de las bolsas pesadas para cargarlas mejor.

    También fue muy bromista y siempre hizo gala de un extraordinario humor negro. Todos los días leía el periódico y nunca se perdía las necrológicas. Yo cuando iba a comer a su casa hacía una lectura rápida y siempre le decía: ¡Qué suerte papi, hoy tampoco sales!.

    Cuando hablaba del día de su muerte solía decir: “el dia que jo em vaja a collir dàtils…” Tanto lo repitió a lo largo de su vida que no tuve más remedio que hacer inscribir en su lápida del cementerio de Benimaclet el epitafio: “estic collint datils” y por si acaso el picudo ha llegado al palmeral de allá arriba y la cosecha no es la que él esperaba, le coloqué una cajita de dátiles dentro del nicho el día que lo enterramos.

    Fue un hombre muy vitalista y optimista. Tanto, que pensaba que no se iba a morir nunca. Afortunadamente gozó de muy buena salud hasta los noventa años, pero meses antes de su muerte estando perfectamente cuerdo, le diagnosticaron un tumor que le producía intensos dolores; entonces exclamaba: ¿y este dolor es para toda la vida?. Escucharle decir eso me dejaba sin palabras. ¿Cómo un hombre en la recta final de su existencia puede pensar que aún le queda “toda la vida” cuando hay personas que solo hacen que lamentarse de lo poco que les queda por vivir…?

    Al final, el hombre pacífico no fue actor, ni cómico, ni matemático, ni ingeniero, ni dio la vuelta al mundo; solo fue una buena persona y el mejor padre que se puede tener. Un “llaurador” de la huerta valenciana que sin estudios me supo transmitir junto con mi madre, valores extraordinarios. Pero sobre todo me contagió su enorme pasión por la vida.

    Sé que no murió. El 25 de julio de 2014 mi padre se fue feliz a cosechar el fruto de las palmeras.

    Nunca le olvidaré.


 ©️AMPARO NOGUERA




©️AMPARO NOGUERA 2021



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