LA GILDA DE LA HUERTA

 

    Amparo Navarro Belenguer, mi madre,  nació el 16 de diciembre de 1932 en “La alquería de la palmera”, entonces en medio de la huerta de Valencia y a la que se accedía por una senda desde el Camino del Cabañal.  Actualmente, su ubicación estaría a la altura del número 126 de la  Avda de Blasco Ibáñez.  

    Ejemplo de entereza y abnegación fue una mujer de épocas futuras atrapada en la que no le correspondía. Hija de agricultores y la mayor de cuatro hermanos, dejó muy pronto el colegio a causa de la guerra y mientras otras mujeres hacían tareas domésticas y las más afortunadas podían estudiar, ella tuvo que trabajar en el campo ayudando a su padre como si de un hombre se tratase pero sin perder un ápice de su belleza. 

Fue una mujer muy atractiva. De mediana estatura, redondeados hombros y remarcadas caderas que confluían en una estrecha cintura conformando una figura esbelta y bien proporcionada.

        Fue tal la belleza de su juventud que la llamaban “La Gilda de la huerta”, comparándola con la protagonista de la famosa película que en aquella época se estrenó. Su encanto y simpatía hacía que los trabajadores que su padre contrataba para cosechar, bebieran los vientos por ella mientras, vestida con ropa de trabajo, realizaba junto a ellos, tareas en el campo.

    Su garbo al caminar atraía las miradas de los hombres a su paso. Me contaba que una vez, yendo por los caminos de tierra desde su alquería hasta el horno del barrio de San José, un galante caballero se quitó la chaqueta y arrojándola a sus pies le dijo -¡pisa morena!-. Su timidez la hizo ruborizar y esquivando por un lateral al caballero y a su chaqueta, continuó su camino.

    Pero su mayor encanto residía en su interior. Aunque tímida y muy sensible, era una mujer fuerte, trabajadora, luchadora, decidida y sobre todo muy jovial. Escondía su timidez tras una simpatía arrolladora. Obsequiaba siempre con sonrisas sinceras y sus palabras eran siempre amables y afectuosas consiguiendo que todos se sintiesen a gusto en su compaña.

    Era muy desprendida en temas materiales.  Contaba mi tía Carmen (su hermana segunda), que en aquellos tiempos, por las casas de la huerta pasaba un desfile incesante de mendigos a pedir limosna. Cuando cada semana llamaban a la puerta de su casa, todos solicitaban que les atendiese mi madre a sabiendas de su simpatía y generosidad; cualidades estas que derrochó toda su vida. Veinte años después de su muerte, la gente del barrio que la conoció todavía la recuerda y me habla de ella con cariño.

    Era muy inteligente. El devenir de su vida le hizo incumplir uno de sus grandes sueños: estudiar. Afortunadamente cuando dejó de ir al colegio y su padre la puso a trabajar en el campo, al terminar su jornada y durante algunos años, un profesor particular, Don Francisco, atravesaba caminos de huerta para ir a darle clases, enseñarle “las cuatro reglas” (como se decía entonces) e inculcarle sobre todo las ganas de seguir aprendiendo. A ella le hubiera gustado estudiar psicología o tal vez relaciones públicas, algo que dominaba a la perfección, pues en el exquisito y amable trato con la gente no había quien la superase.

    Una vez hubo aprendido lo básico Don Francisco dejó de enseñarle y tras la jornada en el campo la obligaron a ir a corte y confección. No le gustaba la costura. Lo suyo no eran las manualidades, sino algo más relacionado con la mente y con el espíritu, de manera que cosió con desgana. Tuvo la suerte de que, una vez casada, primero la señora Carmen y luego yo a partir de los doce o trece años y por mi propio gusto, realizásemos los zurcidos de bolsillos y calcetines.

    Con veinticuatro años se casó con mi padre y tuvo dos hijos. La ilusión que ponía siempre en todo lo que hacía era contagiosa. Se encargó de la casa y cocinó (también por obligación), cuidó de los animales del corral, trabajó de dependienta en la verdulería de la alquería, cuidó de mi padre, de mi yaya, cuando llegó el momento, de sus padres y sobre todo de mi hermano y de mí, y en ningún momento nos faltó su atención y su cariño.

    No dejó de aprender y de superarse como persona un solo día de su vida.Al mudarnos al piso de Ramiro de Maeztu, donde ya tuvimos un mueble con estanterías, se apuntó al “Círculo de lectores” y los libros comenzaron a llegar a nuestra casa. No los leyó todos pero devoró aquellos que el tiempo le permitió. Le gustaban las novelas de ficción y los libros de horóscopos y autoayuda (eso que hoy llamamos de  “crecimiento personal” y está tan de moda).

    Amaba los pequeños detalles; con las personas, con las cosas... un ejemplo era verla poner la mesa en Navidad. Con ella aprendí a utilizar siempre los mejores manteles, vajillas y cristalerías aun a sabiendas de que luego se tenían que planchar e incluso, almidonar. No faltaba nunca un centro con velas, piñas y unas bolas de cristal rodeadas de brillante espumillón, ni la tarjetas que indicaban el nombre de cada comensal y que a mí tanto me divertía escribir.

    Le gustaba tanto viajar como a mi padre y recorrieron juntos España y algunos países del extranjero. Amaba Valencia y pasear por sus calles; tomar un chocolate en Santa Catalina, visitar la Basílica, ir a misa a la Catedral o acudir a ver desfilar a mi padre en las procesiones del Corpus, de la Virgen o de San Vicente. Otra de sus grandes aficiones era ir al cine los sábados por la tarde; no había estreno de renombre que se perdiesen. Creo que ellos me aficionaron al séptimo arte…

    Pero tanto como Valencia, le gustaba Chulilla: La Ermita, el pueblo, sus montañas… un paisaje de cuyas vistas disfrutaba desde las ventanas del pequeño apartamento que allí tenemos. Le seducía el olor de los pinos y el romero y era feliz cada verano bañándose en el balneario o en el agua fresca del río. Porque en realidad ella no necesitaba nada más que disfrutar de nuestra compañía en un lugar tranquilo; prefiriendo siempre la intimidad a las multitudes.

    A la hora de comer era más de salado que de dulce, pero si algo de esto último le entusiasmaba eran los buñuelos que nunca perdonaba en Fallas y que devoraba sin respirar; aunque eso era la excepción porque habitualmente no comía en exceso; sin embargo con mi nacimiento cogió un sobrepeso del que nunca pudo desprenderse y que le hizo ponerse a dieta varias veces en su vida sin ningún resultado. Este problema la tuvo siempre martirizada y yo sufría cada vez que la veía encorsetarse para seguir marcando cintura y conseguir sentirse atractiva. Algo que lograba fácilmente a pesar de los kilos porque el resplandor de su personalidad restaba importancia a su físico.

    Con sesenta y seis años, a finales de julio de 1999 se notó extraordinariamente cansada. Llevaba sintiéndose así más de un año pensando que eran síntomas de la edad. Tras una analítica le diagnosticaron una leucemia que terminó con ella en tan solo un mes. No nos dio tiempo a mentalizarnos. Fue tenerla y no tenerla. La gente del barrio se fue de vacaciones en agosto y a su vuelta no daban crédito a que una mujer tan querida, a la que siempre veían alegre y jovial ya no estuviese con nosotros. Nos dejó sumidos en una profunda tristeza. Mi padre ya con setenta y cinco años, a pesar de su tremendo dolor después de toda una vida juntos, no se derrumbó porque estábamos nosotros y sabía que tenía que hacer de padre y de madre a pesar de que ya éramos mayorcitos. Necesitaba seguir manteniéndonos unidos y darnos todo el cariño posible para llenar la ausencia de la persona que había sido nuestro motor y nuestro empuje.

El único consuelo que nos quedó era haber tenido la suerte de disfrutar de su presencia, de su amor y su cariño y saber que nadie nos iba a quitar la gran herencia llena de valores que nos dejó: sencillez, humildad, respeto y generosidad.

    Nunca la olvidaré y cuando la recuerdo su sonrisa viene a mi mente como un estallido de alegría. Una alegría que me da impulso para seguir adelante con ilusión, como ella habría querido...


©️AMPARO NOGUERA 2021


 




 




Comentarios

  1. El tercer párrafo, donde describes físicamente a tu madre, es pura poesía, Amparo.
    Y, mira por donde, aparecen las gaviotas dando forma con sus alas a las cejas.

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