EL LUGAR DE MI INFANCIA

LA ALQUERÍA

    Tuve una infancia feliz. Nací en 1959 y crecí en una alquería en medio de la huerta rodeada de campos. Teníamos un caballo percherón con el que mi padre araba el campo, gallinas, conejos, cerdos, perros, gatos y una vaca que mi padre ordeñaba y de cuya leche se abastecían las casas de alrededor (porque yo no podía bebérmela toda…)

    Viví en ella desde mi nacimiento hasta 1967 y la tengo grabada en mi memoria. Recuerdo perfectamente su interior con suelo hidráulico en las habitaciones, alicatado valenciano con tonos azules y blancos en el comedor y suelo de barro cocido en lo que llamábamos “la cambra” en la planta superior; lugar donde mi padre secaba el maíz y se guardaban los melones y conservas además de ser el lugar de los trastos por excelencia. La alquería estaba situada entre las calles Leones, Borriol y Pepe Alba. Contaba mi padre que en la riada del 57, gracias a los sacos de arena que colocó en las puertas, la casa no se inundó algo que sí ocurrió en la de mis yayos maternos ubicada en el Camino del Cabañal a menos de un kilómetro de distancia.

    Los ocho primeros años de mi vida transcurrieron llenando mis zapatos de polvo y tierra mientras correteaba por el patio delantero de la casa bajo la enorme parra, me subía a los árboles, jugaba con los perros o pateaba los campos que con tanto mimo cultivaba mi padre. Entrar entre las cañas de las tomateras era para mi como jugar a las casitas y el sabor y el olor a tomate de verdad, lo llevo tan grabado en mi memoria, que ahora no encuentro ninguno bueno.

    Solía jugar con mis primas Amparo y Carmen que vivían en una alquería anexa a la nuestra. Cuando no existían Legos, Nancys estilizadas y videojuegos, eramos felices con paquetes de detergente Persil o tu-tú (ya habían llegado las lavadoras redondas de carga superior, que lavaban pero no enjuagaban). A veces nos disfrazábamos poniéndonos plumas de gallina en la cabeza o con lo que teníamos a mano; así que, a falta de trajes de Frozen, yo fui feliz cuando mi yaya y Consue, una amiga de mi madre, me disfrazaban de monja y de cofia me ponían un delantal. Después yo ya podía predicar por los alrededores… Nos gustaba hacer travesuras, como agujeros en el suelo, que tapábamos con ramas para luego, llevar a pasear por allí a la amiga incauta que se hundía hasta la rodilla. O envolvíamos ortigas con papel de periódico y que entregábamos como regalo, con el consiguiente picor de manos para el obsequiado. Travesuras estas, que hoy ni por asomo, se le ocurren a mi nieto.

    Fueron unos años que no olvidaré, con recuerdos muy felices y entrañables. Aprendí lo que era el trabajo viendo el esfuerzo que mi padre realizaba de sol a sol en el campo y viendo a mi madre atender la casa, el corral y todo los cuidados que yo requería. No me faltó amor y cariño y me dieron una buena educación basada en el respeto al ser humano y el amor a la naturaleza y a los animales.

 ©️AMPARO NOGUERA




 

 
 
 
 
 




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