MI PRIMERA COMUNIÓN 

    

    Con 7 años yo vivía muy feliz en una alquería en medio de la huerta con mis padres, mi yaya y un montón de animales a los que no puedo dejar de mencionar. Era una niña muy inquieta que, como cualquier niño de esa edad, solo pensaba en jugar y disfrutar haciendo aquellas cosas que en realidad me motivaban. Cada día, a la salida del colegio, correteaba por el patio o me sentaba en la mesa de la cocina a dibujar y colorear con los lápices Alpino o rellenaba voluntariamente mis cuadernos de caligrafía Rubio. Debo admitir que los deberes de matemáticas siempre los dejaba para el final, esperando a que mi padre me ayudase un ratito al término de su trabajo.

    Pero un día llegó el momento de preparar mi Primera Comunión. Cuando naces en el seno de una familia Católica, tomar la Comunión es el acto más importante para un niño y para sus padres pero… ¿qué era aquello de la Primera Comunión? Yo creo que mi mente estaba tan dispersa en fantasías que me resultaba difícil entender el sentido místico de tragarme el cuerpo de Cristo comprimido en una circunferencia plana de pan sin levadura. Pienso que siete y ocho años no son suficientes para comprender cuestiones tan complejas como la Comunión. Al menos yo no las comprendía. A mis incesantes cuestiones, mi madre, sin estudios previos de teología ni pedagogía, muy pacientemente y como buena creyente, me respondía que eso era cuestión de fe; o sea, que lo tenía que creer sí o sí. De lo único que yo no tenía dudas era de que, por recibir dicho santo sacramento, llevaría ese día un bonito vestido blanco, recibiría muchos regalos y después de la ceremonia comeríamos en algún restaurante en compañía de toda la familia celebrando una gran fiesta y eso pintaba francamente bien. Y decidí que había que aprovecharlo. Aunque la realidad era que tampoco tenía otra alternativa... Así pues, pensar en el vestido, la fiesta y los regalos me hizo despreocuparme de aquellas cuestiones tan complejas para las que no tenía explicación y puse cierta ilusión en él.

    Pero llegar a ese gran día vestida de blanco tenía un coste: Había que estudiar previamente el catecismo. Para ello me llevaron a la iglesia del Patriarca San José, construida en 1963 en la cercana Avda. del Puerto a unos diez minutos andando desde casa. Ir a la catequesis durante todo un año se me hizo eterno y francamente tedioso. En la iglesia me pegaban a un banco del que no podía moverme, algo difícil para un “culo de mal asiento” como yo, y tenía que aprender de memoria preguntas y respuestas sin entender muchas veces el significado. Aquello fue para mí un verdadero suplicio. Si algo recuerdo bien son los diez mandamientos. A mí me dejaron mucha huella el cuarto, el quinto, el séptimo, el octavo y el décimo; mandamientos estos que llevo cumpliendo a rajatabla durante toda mi vida. Pero creo que como todo evoluciona pienso que se tendrían que actualizar al menos a una versión 10.1. porque hay alguno como el tercero (“Santificaras las fiestas”), que no tiene ninguna empatía con las pobres personas que hay en el mundo trabajando los festivos.

    Con siete años, salvo alguna travesura, mi vida transcurría ajena al escándalo, los actos impuros, la venganza… cosas de las que el catecismo me habló y que yo simplemente me limité a memorizar.

Llegado el momento de la confesión, me imagino al sacerdote sentado en el confesionario aburrido de la simpleza de mis pecados que por aquel entonces consistían en desobedecer a mis padres, regalar ortigas envueltas en papel a mi prima Amparo o llevarla engañada a la trampa preparada en los terrenos de debajo de los chopos para que se hundiese hasta la rodilla.


    Pero por fin, tras el duro ejercicio memorístico de todo un año se acercó la fecha de la ceremonia. Lo lógico habría sido comulgar en la parroquia con el resto de los niños y niñas compañeros de catequesis, pero no fue así. Mi madre, devota de la Virgen de los Desamparados, quiso que yo la tomase a los pies de su manto; imagino que para ver si la Virgen, viendo a sus pies mi cara de inocencia conseguía que yo sentara la cabeza y el culo y de paso dejaba de estar siempre constipada. Tras pedir la dispensa al sacerdote del Patriarca San José éste nos dio el permiso para que yo comulgase en la Basílica.

    1967 fue un año muy intenso. Sobre todo para mi madre. Hicimos la mudanza de la alquería al piso de Ramiro de Maeztu, una vez allí, el 1 de abril nació mi hermano Felipe por cesárea, pocos días después se celebró su bautismo y casi sin respiro mi madre acarreó con los preparativos para que el 25 de julio, día de Santiago Apóstol, el mismo que mi padre elegiría para morirse cuarenta y siete años después, yo tomase mi Primera Comunión.

    Los días previos a la ceremonia recibimos a las visitas que llegaban con sus correspondientes regalos. Lejos de las actuales listas de comunión con flamantes lotes de ordenadores, tabletas portátiles, bicicletas, patinetes eléctricos y conjuntos de ropa de marca para lucir en el verano, sobre mi cama se iban repitiendo los regalos. Me trajeron las cosas por triplicado por si acaso no tenía bastante con una. De haber sido cromos al menos los podría haber cambiado. Me regalaron dos estuches con un juego de cubiertos de plata maciza con mis iniciales grabadas, que no exagero si digo que pesaría doscientos gramos cada cubierto. Dos libros de recordatorio de Mi Primera Comunión con las tapas nacaradas, tres camisones, tres pijamas, cuatro combinaciones, tres “Niños Jesús” de porcelana sobre lecho de piel de conejo (que ya se encargó mi hermano de romperlos más adelante). También un juego de vaso y jarra de agua, una mantilla (¿para qué?), una botella de colonia, ocho muñecas (cuando yo ya me dedicaba a jugar con otras cosas...), una medalla de la Virgen, una pulsera, un reloj, un aderezo de anillo y pendientes, el misal y el correspondiente rosario. Afortunadamente me regalaron dos cajas de bombones que fueron mis regalos más apreciados. El verme todas aquellas cosas sobre la cama me hizo sentir mayor de repente.

     Y llegó el gran día. El 25 de julio de de 1967 mi madre me vistió con un vestido de organza repleto de lorzas que a mi me gustaban más que los bordados. El vestido era de manga larga forrada y afarolada, cuello camisero, un cancán de mesa camilla y un velo que parecía el de Elaine, la novia de “El Graduado”.

    Me llevaron en un flamante coche junto a mis padres como si de una boda se tratase. Hacía un sol abrasador y calor, mucho calor. Al bajar del coche, entre aquel vestido que era como llevar un abrigo en pleno verano y el ayuno previo de no comer nada antes de comulgar, comencé a sentirme mal. Al llegar a la Basílica sufrí un mareo y por un momento me sentí desfallecer. ¡Qué mal me encontraba...! Me apoyé en el reclinatorio y cual Santa Teresa de Jesús entré en trance deseando que aquello terminara pronto. Minutos después, ajena a las palabras del sacerdote, me fui recuperando y cogí fuerzas para renovar las promesas del Bautismo hasta que llegó el momento de comulgar. Eso me terminó de arreglar. Con la boca completamente seca, la Hostia Consagrada se me pegó al paladar y no había manera de despegarla. Intentaba salivar pero mi boca no producía líquido alguno. Necesitaba agua pero no estábamos en un bar. Poco a poco se fue disolviendo y conseguí centrarme en las palabras del sacerdote que minutos después despidió la ceremonia deseando que la paz fuera con todos nosotros.


    Al salir de la Basílica y tras recibir besos y felicitaciones, nos trasladamos hasta el lugar del convite. Nos bajamos del coche en la calle del Santísimo para dirigirnos caminando por unos metros a los salones del Gremio de Panaderos. Un lugar amplio y de techos muy altos. Era como un teatro en cuya parte central había un gran escenario para espectáculos por donde mis primos y yo jugamos y correteamos y el fotógrafo oficial nos hizo algunas instantáneas. En la parte diáfana de lo que sería el patio de butacas, estaban ubicadas las mesas donde nos sirvieron la comida. No recuerdo el menú pero sí la tarta, que era de merengue: seis flamantes pisos de mi pastel favorito. Tras posar para la foto cortándola y después de degustarla, me dediqué a repartir mesa por mesa a todos los asistentes las estampitas recordatorios impresas con mi nombre.

    Si restamos el rato de mi desfallecimiento, aquel fue un día muy feliz para todos. De fondo sonaban conversaciones alegres y distendidas y las sonrisas decoraban los rostros de todos los asistentes cuya imagen quedó plasmada en las fotografías que hoy contemplo con nostalgia. Pero en mi alma permanecerá siempre vivo el recuerdo de los seres queridos que formaban parte de mi vida en aquel momento y ahora ya no están: mi yaya Amparo, mis yayos maternos, mi tío Rafael, mi tío Manolo, Consue, Juana y sobre todo mis padres... Recordarlos me hace emocionarme y agradecer a la vida la suerte que tuve de tenerlos, y de compartir con ellos aquel día.

Nota: Recordaba casi todos los regalos que recibí por mi Primera Comunión pero el libro Flores de inocencia que mi madre rellenó pacientemente, los detalla.  


©️AMPARO NOGUERA


 
 
 


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