LOS DÍAS FESTIVOS Y LAS CELEBRACIONES

    Eran esos días en los que dejábamos las ropas de diario para vestirnos con nuestras mejores galas. Consistía en ir a visitar a los iaios caminando por las sendas de la huerta, ir a “Valencia” a dar un paseo por el Parterre, la Glorieta, ir a misa a la Basílica de la Virgen de los Desamparados, ir a la celebración de la fiesta de San Isidro Labrador y Sta. María de la Cabeza; patrones de los agricultores o asistir a la boda o 1ª Comunión de algún familiar.

    Los festivos, mi madre tenía por costumbre preparar nuestra ropa sobre la cama. El traje de mi padre, la camisa blanca recién planchada, la corbata... imprescindible siempre debajo de una chaqueta. Porque a mi padre, pese a ser agricultor no le molestaba ir trajeado, al contrario, se sentía a gusto. Si la ocasión lo requería él lo sabía llevar. Según decían mi iaia y mi madre, estaba “molt templat”. Por motivos que ya os relataré, mi padre tuvo que llevar traje en muchas ocasiones a lo largo de su vida.

    Al lado del traje de mi padre, el vestido o traje chaqueta de mi madre, la blusa, las medias nuevas y el bolso. Todo preparado. Sobre mi cama, mi vestidito mini, tan mini, que yo que iba siempre subiéndome a los árboles y a todo lo que encontraba a mi paso, creo que me dedicaba a lucir las incómodas y caladas braguitas de perlé. También eran incómodos los calcetines, que tatuaban en mi piel el relieve de su dibujo y cuyas gomas se abrazaban a mis piernas de tal manera que al quitármelos, la marca que quedaba en mi gemelo tardaba rato en dejar de picarme. Tampoco faltaba entre mi atuendo mi turbante blanco; blando instrumental con el que mi madre quiso hacerme la cirugía plástica y pegarme las orejas a la cabeza; algo que jamas consiguió…

    Cuando abríamos el cajón de la cómoda para sacar la ropa, el aroma a de las pastillas de jabón “Heno de Pravia” escondidas entre las prendas, inundaba el ambiente. Desde entonces soy fiel a esa costumbre de mi madre y continúo usando el mismo jabón en mi lavabo y aromatizando mi ropa con sus pastillas.

    Antes de vestirnos era el momento del baño. Pucheros de agua caliente que mi madre tibiaba con algo de fría, llenaban la palangana. En el verano el baño era al sol en el corral y me gustaba, pero cuando llegaba el invierno yo temía ese momento y no precisamente por el agua sino por el frío. Hasta que hacia el año 1964 una estufa catalítica llegó a nuestra casa para salvarme y relegó al brasero a un segundo plano. La “Agni” había llegado para quedarse. Mi madre trasladaba la estufa a mi habitación y delante de ella, en el suelo, ponía la palangana con el agua caliente. Una manopla de rizo en su mano y la conocida pastilla de jabón, subían el agua por mi cuerpo y lo frotaban hasta dejarme completamente impoluta. Tras el baño, me envolvía con una toalla, me subía a la cama y me vestía y peinaba amorosamente. Un chorrito de “Agua de Colonia” me daba el toque final.

    Y así, la mar de elegantes y felices, salíamos de casa los domingos y los días en que había alguna celebración. Qué diferencia con la actualidad, que cuanto más domingo es, más informales nos vestimos…

    Cuando el paseo era un domingo a casa de mis iaios maternos, los tres salíamos con nuestros zapatos limpios y relucientes pero ya fueran mis zapatitos blancos (aquellos cuya hebillita odiaba) ya fueran los negros de mi padre o los de charol de mi madre, todos llegaban a casa de color café con leche, más polvorientos que si hubiéramos hecho una travesía por el desierto. Menos mal que luego estaba el “Kanfot”, el gran aliado de mi madre, con cuya ayuda conseguiría devolverles su tonalidad y brillo original.

    Un día, mientras mis padres se terminaban de arreglar y yo ya estaba lista para salir con mi vestidito blanco, (color este de la mayoría de las prendas que mi madre me compraba y sin el cual hoy en día no concibo mi vestuario), me metí en la habitación de mi iaia a distraerme escudriñando sus cosas. Sobre su cómoda, un tubo de “Mercromina” de los de antes, que si no era suficiente con tener una herida, su color rojo ya se encargaba de delatarlo. Lo que hice con el frasco lo podéis imaginar. Mi vestido blanco pasó a tener un estampado tan moderno como los vestidos de “Desigual”. Hasta las rodillas y los calcetines me teñí de rojo. No sé dónde íbamos ese domingo pero creo recordar que llegamos tarde…

    El sabor en concreto de los domingos de entonces nada tiene que ver con los de ahora. Aquellos transcurrían con las visitas, unos sencillos paseos por la ciudad y la obligada Santa Misa en la iglesia. Luego tal vez había ensalada y paella valenciana para comer, plato que no me gustaba demasiado pero que había que pasar por él para llegar a la tan deseada bandeja de pasteles. Tradición que fundó mi iaio Nelet y que dada mi afición por el dulce, también continúo perpetuando.

    Tan dulces como los pasteles son los recuerdos que tengo de los festivos de mi infancia transcurrida en la alquería y que nunca olvidaré mientras mi memoria se niegue a abandonarme.

 

©️AMPARO NOGUERA 2021

 


 

 


 





 

Comentarios

  1. Que bonito volver a leer este capítulo de nuevo. Creo que estos episodios son compartidos por la mayoría de los que superamos la cincuentena. Son aromas, estilos, costumbres que disfrutamos, al recordar nuestra propia infancia.
    Enhorabuena de nuevo Amparo.
    R.A.C.

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    Respuestas
    1. Gracias Roberto. Me alegra saber que no estoy sola, que mucha más gente compartís los mismos recuerdos que yo. 🥰

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  2. Precioso relato vuelvo a mi infancia al leerte yo vivía en una planta baja en el camino de Algiros detrás de dela Casa de Salud y al lado del barrio Obrero y me has trasladado a mis 6 o7 años.... Gracias me ha encantado.

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