LA COCINA
Junto con el corral, la cocina era el lugar donde se hacía la vida.
Cuando entrabas tenías en la pared de la izquierda la alacena y enfrente una nevera que se llenaba con una barra de hielo y ayudaba a conservar los alimentos pero que no hacía milagros. A su lado una cocina económica, de esas de hierro negra, pesadas e inamovibles con unas puertecillas en la parte frontal para encender y remover las brasas. Unos discos redondos con orificios circulares en la superficie dejaban pasar el calor. En ella, mi yaya y mi madre cocinaban “arroç amb fesols i naps”, “arroç amb bledes”, “all i pebre”, hervidos, guisados de ternera, cocido valenciano...
Le seguía un trozo de bancada en piedra rojiza y a continuación había una gran pila muy profunda de un solo seno rectangular, de la misma piedra que la bancada. La coronaba un grifo unido a una cañería externa. Allí se fregaban los platos y se lavaba la ropa hasta que allá por el año 1965 llegaría una lavadora redonda de carga superior que junto con el “tú-tú” y el “Persil” se ubicaría en el corral, cuya puerta de acceso se encontraba a la derecha.
A los pies del fregadero había una trampilla que según el momento y la climatología, desprendía cierto olor desagradable. Nunca entenderé por qué le tuvieron que poner ese respiradero superior a la acequia que pasaba por debajo. Cuando salíamos un domingo y dejábamos la casa a oscuras, al regresar, un escuadrón de cucarachas negras campaba a sus anchas por toda la cocina. Nuestra primera tarea al llegar era aplastarlas con rapidez como si nos fuera la vida en ello. Siempre me dieron mucho asco, sobre todo el crujido debajo de mis zapatos, pero a pesar de ello, yo me armaba de valor y también colaboraba.
Como anécdota os contaré que un día estábamos sentados en la mesa y había un plato de aceitunas negras para picar. Me cayó al suelo una de ellas y ni corta ni perezosa bajé mi mano al suelo, la recogí rápidamente con intención de ponérmela en la boca. El grito que dí al comprobar que a la aceituna le habían salido patas y se movía, se debió de oír hasta en la Avenida del Puerto. Lo siguiente fue la riña de mis padres por proferir semejante grito. ¡Menuda injusticia!. Como si fuera normal estar a punto de comerme una cucaracha…
En esa cocina conocí por primera vez los macarrones. La señora Carmen, una vecina de los edificios adyacentes que tenía amistad con mi madre, a la vuelta del horno entró en casa a saludar y paseó su humeante cazuela de macarrones gratinados con queso por nuestra cocina. No sé qué se alteró más, si mi sensible pituitaria o la vista de tan apetitoso manjar. Nos dejó un platito. Todavía la veo por el barrio y me vienen a la mente aquellos macarrones. Mi madre aprendió la receta y a partir de entonces se convirtieron en uno de mis platos favoritos.
En el centro de la cocina había dos mesas que tenían las patas de madera un poco despatarradas. Una tabla estrecha y alargada unía las dos partes. Eso era estupendo porque podías apoyar los pies y a mí me resultaba muy cómodo. La superficie era un tablero forrado de un grueso latón gris y clavado con unas tachas por los laterales. No hacía falta mantel. Como bancada había poca, la superficie de latón resistía estoicamente los envites de todo aquello que se hacía en su superficie: comer, hacer conserva de tomate, arreglar el pollo y el conejo para la paella, abrir un melón, pelar las habas y aquellos guisantes recién cogidos que nada tienen que ver con las canicas que hoy día vienen enlatadas.
También recuerdo sobre la mesa, las botellas de sifón “La Revoltosa” o gaseosa “La Señera”, algo tan familiar en nuestra casa como pueda serlo ahora una botella de cerveza o cualquier otra bebida.
Durante las comidas, las mesas eran testigo de conversaciones de todo tipo; que si la cosecha era o no buena, que si había fallecido tal o cual familiar y que si les habían llamado la atención desde el colegio porque “la xiqueta” hablaba mucho en clase.
Allí comíamos y cenábamos y era también sobre ellas donde mi padre, por las tardes, me ayudaba con las matemáticas y conseguía que la dureza de los números me resultase un poco más llevadera.
La cocina era también el lugar de hacer horchata con las chufas que plantaba mi padre. En casa teníamos una horchatera, compuesta por un cilindro grande en acero inoxidable con otro en su interior. El espacio lateral se llenaba de hielo picado y en el central se depositaba el denso jugo de las chufas, el agua y el azúcar. El día de la horchata era una fiesta. Desde entonces adoro la horchata bien hecha y defiendo a ultranza la de Alboraya, a donde me desplazo a propósito, incapaz de beberme una horchata embotellada del supermercado. Lo mismo me pasa con tantos otros productos de la huerta que comí en mi niñez y cuyos sabores y olores tanto recuerdo y me hacen sentir mucha añoranza.
No os he hablado de la iluminación. Una bombilla, sí, una sola bombilla y las velas preparadas porque a dos por tres se fundían los plomos. Y era suficiente con una bombilla porque la luz de la cocina éramos nosotros con nuestras vivencias y nuestra sencilla felicidad.
La cocina fue, junto al corral y el patio, el lugar del que mejores recuerdos tengo de mi infancia.
©️AMPARO NOGUERA 2021
Cómo me alegro de que no tengas fotos de la cocina !!! Así hemos podido conocer tu faceta de ilustradora (pero, cuántas tienes, por Dios?). Y qué gran ilustradora !
ResponderEliminarCasi dan ganas de que cambies las fotos por ilustraciones... pero no, deja las fotos, que son geniales y "rememoronas".
Eso sí, no te va a librar nadie de que hagas una ilustración con Careto, y de la vaca, que tengo ganas de conocerlos, y de todo aquello de lo que carezcas de fotos, que espero que sea bastante.
Me encantan los detalles de tu dibujo, es un cómic perfecto: tu autorretrato es perfecto, la tabla de lavar en la fregadera, el botijo, todos los platos bien puestos en el escurre-platos, el molinillo de café, la huevera de alambre, la lechera, la (supongo) mantequillera, y ese brasero que está diciendo: "ven aquí..!!" (te espera paciente).
Y, para terminar, ese "plumier" (no sé si tú lo llamabas así) de madera, para los lápices y bolis. Qué sepas que yo tuve uno de dos pisos, que era mi orgullo ante los demás colegas.
Bueno, me quedo aquí, babeando recuerdos...
La cuina també era el lloc de fer orxata amb les xufes que plantava el meu pare. A casa teníem una orxatera, composta per un cilindre gran en acer inoxidable amb un altre al seu interior. L'espai lateral s'omplia de gel picat i al central s'hi dipositava el dens suc de les xufes, l'aigua i el sucre. El dia de l'orxata era una festa. Des de llavors adore l'orxata ben feta i defense a ultrança la d'Alboraia, on em desplaçe a propòsit, incapaç de beure'm una orxata embotellada del supermercat. El mateix em passa amb tants altres productes de l'horta que vaig menjar a la meva infantesa i els sabors i les olors dels quals tant recorde i em fan sentir molta enyorança.
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