LAS VACACIONES DE VERANO
Las vacaciones de verano cuando yo era niña eran bastante sencillas. En principio no podíamos alejarnos mucho de casa, teniendo en cuenta que vivíamos en una alquería en medio de la huerta y que era época de melones, tomates y otros productos que mi padre tenía que cosechar.
Así pues pasábamos el verano en la alquería, con temperaturas menos desorbitadas que las que nos regala actualmente el cambio climático y aunque soplaba viento de poniente algunas veces, en general el clima de Valencia era bastante soportable. Durante el día, la alquería por dentro era bastante fresca y por las noches, la frondosa parra del patio de la casa, junto al perfume del jazmín de la fachada y al viento de Levante, nos regalaba un microclima que hacía que cenar bajo su manto fuera una experiencia deliciosa.
Aunque comer por aquel entonces no era lo mío recuerdo aquellas cenas con “las caragolàs”, “la tomata amb tonyna”, “les botifarres i llonganises”, el lomo con coliflor frita... acompañados de sangría o simplemente de vino o cerveza con gaseosa. Yo me entretenía viendo subir “dragonets” por la fachada dispuestos a comerse a los mosquitos. A veces, sin acercarse demasiado a la mesa, recibíamos la visita de alguna rata del tamaño de un conejo. Más de una mató mi padre. Pero eso no era nada extraordinario estando las acequias tan cerca…
Algunos domingos íbamos a la playa de la Arenas a tomar el baño y otros festivos o la víspera por la tarde, cenábamos en los merenderos de “La Patacona”. ¡Cómo me gustaba la sensación de la arena fría del atardecer en mis pies y pisar el suelo de madera de los merenderos! En aquellas cenas no faltaban entre otras cosas, las clóchinas valencianas; manjar de dioses para mi padre. Y así se iba pasando el verano.
Como los nacidos en la huerta no teníamos pueblo porque nuestros familiares vivían en alquerías más o menos cercanas y no podíamos utilizar la excusa de ir a visitar a la familia fuera de Valencia, se nos ocurrió adoptar uno. El que teníamos más a mano, que no por cercanía en kilómetros, era Bicorp, el pueblo de Consue y María, así que decidimos ir a pasar allí una semana cada mes de agosto a casa de “la abuela” que se convirtió en la nuestra también. Aunque mi padre, que se sacrificó mucho por nosotros, acudía solo los fines de semana puesto que en verano había abundantes cosechas y el campo no se podía abandonar.
Fue el primer pueblo que conocí, en el que descubrí las montañas, los ríos y las charcas, las fuentes, la sombra y el olor de los pinos, las moras, el romero, el tomillo y la manzanilla… pero sobre todo, grabé su olor a pueblo en mi mente y también el olor a jabón y a ropa limpia del lavadero. En Bicorp recorrí el monte sobre las alforjas de un burro, paseé con las cabras y bebí su leche y también descubrí que me gustaba más el gazpacho manchego hecho en el monte y comido sobre torta hecha en horno de leña, que la paella.
Luego conocería Montanejos, el pueblo al que mis yayos maternos decidieron ir a pasar sus vacaciones. Nosotros cada verano les hacíamos la correspondiente visita y nos hospedábamos por unos días en La Fonda. Recuerdo gratamente las excursiones por el monte con mi iaio, que iba siempre acompañado por su gaiato, a coger poleo. ¡Ay… aquel poleo de monte, qué aroma y qué delicia de infusión…! Tampoco olvidaré los baños en el río y los pasteles de chantillí de la pastelería que no faltaban nunca después de la comida del domingo y que a mí, como buena golosa, me volvían loca.
Pero un día, a la edad de ocho años, haciendo una excursión con la DKW a Casinos para comprar turrones, mis padres decidieron continuar algo más lejos y el azar nos llevó hasta La Ermita de Chulilla. En un camino que ascendía por la montaña se estaban construyendo unos pequeños apartamentos. Mi madre quedó prendada de aquel paisaje de monte y pinos y sin pensarlo dos veces, tomaron la decisión de comprar un a apartamento. A partir de entonces ese sería nuestro lugar de vacaciones.
En Chulilla comencé a amar la montaña, aprendí a nadar en las piscinas de su magnífico balneario, (tristemente desaparecido), disfruté de las caminatas al Charco Azul, de las fiestas de Santa Bárbara y sus verbenas en la plaza del pueblo, de excursiones a Sot de Chera, a Tuéjar, a Villar del Arzobispo, al Rincón de Ademuz, al pantano de Loriguilla, al de Buseo... donde me tiraría con catorce años de cabeza desde arriba de la presa, en contra de los gritos de mi madre que suplicaba desesperada que no lo hiciera. Por suerte, no había ningún campanario debajo y regresé nadando hasta la orilla. Una anécdota que me sucedió y que no puedo olvidar por dolorosa, fue cuando un mes de julio veraneé junto a mis tíos Rafael y Maruja y mis primos en la casa de Chulilla. Uno de los días que salimos de excursión, tuve la desgracia de caer a cuatro patas a los pies de una chumbera; mis dos manos y mis dos rodillas parecían cuatro erizos. Varios días le costó a mi tío sacarme las pinchas una a una con unas pinzas de depilar. El proceso no fue nada fácil y se me hizo eterno. Todavía me acuerdo del dolor cada vez que algo me rozaba.
Cada verano, cuando llegábamos a Chulilla, casi siempre por la noche porque mi padre había tenido que trabajar hasta tarde, el olor embriagador de la pinada de la Fuente de Pelma nos daba la bienvenida. A mí me recargaba el cerebro de serotonina y me hacía sentir inmensamente feliz. Era como asociar mentalmente el olor a pino con las vacaciones. Poco a poco el pino mediterráneo, ese que nos aromatizó y dio sombra en las excursiones de verano, se convirtió en mi árbol preferido y cada vez que lo huelo me transporta a los días felices de las vacaciones de mi niñez.
A los veinte años me casé y dejé
de veranear en Chulilla. Solo volví a pasar el día o
algún fin de semana esporádico hasta la muerte de mi madre, veinte años
después.
Los lugares de niña no los olvidas por eso siempre recordaré mis vacaciones en Montanejos y sobre todo en Bicorp pero siempre tendré a Chulilla en mi corazón, allí pasé los mejores veranos de mi vida, descubrí mi amor por la montaña, el agua y la naturaleza, y disfruté de unas vacaciones tranquilas y muy felices con mi familia.
©️AMPARO NOGUERA 2021
Los recuerdos de infancia son imborrables y los veranos de nuestra juventud, donde entre otras cosas descubrimos el amor, para llenar una libreta.
ResponderEliminarMe ha encantado volver a leer este capítulo y por ello te doy mi enhorabuena.
R.A.C.
Gracias Roberto. Lo de la libreta es cierto. Y lo del primer amor también. En Chulilla tú conocí a mi primer amor aunque fue más light que el agua.. Jajajaja
EliminarAmparo, què interessant tot el que contes! Amb què poquet s'era feliç! Les fotos són una meravella i molt entranyables! Moltes gràcies!
ResponderEliminar