LA SORPRESA DE CARETO
Mi padre no tuvo tractores. La huerta de Valencia de aquellos años, se trabajaba con caballos, carros y demás aperos de labranza. Pero tenía a Careto, un caballo percherón, cuyo pelaje era de color sombra tostada. No era esbelto ni tenía un porte elegante como los de las carreras, era grueso, rudo y fuerte, pero sobre todo era muy inteligente. En la cuadra yo veía a mi padre cepillarlo y dejarlo brillante como el terciopelo; creo que lo hacía, no solo para tenerlo limpio, sino para acariciarle y darle cariño. Era una manera de agradecerle su esfuerzo. Porque Careto hacia su trabajo sin rechistar, sin una queja. Cada día mi padre le ponía los arneses y lo sacaba al campo y así Careto comenzaba a hacer los surcos perpendiculares a la acequia siempre paralelos, sin torcerse... Recuerdo ver a mi padre detrás de Careto tirando del arado, mirando hacia al mar, respirando el viento de levante. Allí crecerían luego patatas, pimientos, cebollas… siempre de manera tan extraordinaria que a pesar de verlo todos los días no dejaba de sorprenderme. Era increíble ver cómo ramitas pequeñas del tamaño de un dedo, se convertían con el tiempo en matas grandes y frondosas y todo gracias a la ayuda que Careto prestaba a mi padre.
Algo que recuerdo como una fiesta era cuando, una vez hechos los surcos, había que aplanarlos, para ello Careto tiraba de una tabla con el peso de mi padre y mis 25 kilos de niña flacucha y feliz. Yo iba en medio de la tabla y no precisamente detrás de un caballito plastificado de colores brillantes de un parque de atracciones, sino de frente al rabo y el culo del caballo. La sirena de feria que soñaba era el “arre” que pronunciaba mi padre y así Careto nos llevaba surco arriba, surco abajo, hasta aplanar bien el campo y dejarlo listo para la siembra. De vez en cuando Careto decidía abonar el campo por su cuenta, levantaba el rabo y en mis narices soltaba unas cuantas boñigas que caían a la tierra y que aplastábamos con la tabla. Montar allí encima me encantaba, sobre todo sentir las piernas de mi padre alrededor mío. El traqueteo que aquello producía en mi cuerpo era como el precursor de los actuales masajes vibratorios.
Un buen día mi padre estaba arando el campo y de pronto Careto, se paró y no quería continuar. Todo era decirle “arre” y Careto quieto. Había visto algo que brillaba como un vidrio y sabía que eso no lo tenía que pisar. Mi padre fue a ver qué era lo que impedía a Careto continuar la marcha, entonces vio algo que brillaba sobresaliendo del caballón; era un anillo que había llegado hasta allí mezclado en el estiércol con el que se había abonado el campo y que procedía de los residuos domésticos del centro de la ciudad. Guardó el anillo sucio y polvoriento een su bolsillo y una vez finalizada la tarea, regresó a casa y al llegar se lo puso en un dedo a mi madre que en esos momentos estaba lavando en el fregadero. Casualmente, era de la talla de su dedo. Poco a poco el anillo fue perdiendo tierra y ganando brillo. Cuánto más se mojaba, más brillaba. Hasta que se dieron cuenta de que tenía cinco brillantes!
Ese anillo lo lució mi madre durante toda su vida, ahora lo tengo yo y lo conservo. Mis dedos son más finos que los de mi madre, tuve que mandar estrecharlo para poderlo lucir. Yo no soy muy de joyas y me lo pongo en contadas ocasiones, pero siempre lo conservaré recordando que fue Careto quien lo descubrió, que lo llevó mi madre en su dedo y que no pagamos por él sino que fue Careto el que nos lo hizo sacar de la tierra.
Un día al volver del colegio, cuando a mi padre ya no le quedaban tierras que cultivar y nos habían notificado la expropiación de la casa para hacer un parque, Careto ya no estaba. No sé qué hizo mi padre con él. No le pregunté. Supongo que lo llevaría al matadero, imagino lo mucho que sentiría desprenderse de él después de tantos años juntos.
©️ AMPARO NOGUERA 2021
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