JUANA FONT


   Rondaría Juana los veinticinco años, cuando yo la conocí siendo muy niña, en los años sesenta. Un cabello negro, corto y denso, envolvía su rostro de facciones redondeadas, su nariz chata y unos labios que dibujaban una sonrisa permanente.

De complexión robusta y estatura media, sobresalían unos enormes pechos que, ajenos a la gravedad, levitaban sensualmente arriba y abajo cada vez que caminaba.

Era de carácter afable, sumamente servicial y tenía una paciencia infinita; todo lo hacía sonriendo y de buen gusto. Jamás la vi enfadada, ni le escuché una palabra fuera de tono.

Vivía junto a su familia en una diminuta casa de La Punta, una pedanía situada entre la huerta y el puerto, al sur de la ciudad de Valencia,

 

   Lejos de allí, en el barrio del Grao, rodeada de huertas, estaba nuestra casa. Un capricho del destino o tal vez la mediación de una conocida en común, hizo que un día Juana llegase hasta nosotros. Mientras mi madre y yo estábamos en el patio de la casa, apareció montada en su bicicleta la apoyó en el poste que sujetaba la enorme parra y tras saludarnos y darse a conocer le dijo a mi madre que venía buscando trabajo recomendada por una amiga apodada “la Pepica”.

Mi madre, que nunca había tenido ayuda y no daba abasto con conmigo, con la casa, la comida y los animales del corral, no dudó un segundo en contratarla.

 

Fue la primera asistenta que tuvimos, y aunque Juana cobraba por su trabajo, fue algo más que una mujer de la limpieza, fue como la hermana, la tía o la amiga que viene a echar una mano siempre que la necesitas.

 

    Juana no era una mujer al uso, físicamente era muy fuerte; jamás la oí quejarse de un dolor, pero sobre todo era un espíritu libre. Le gustaba ser independiente sin tener que dar explicaciones a nadie y menos a los hombres; a los que parecía no necesitar pues nunca hablaba de ellos ni salía con ninguno.

 

   Cuando llegó a nuestra casa Juana era analfabeta. De que dejará de serlo ya se encargó mi madre aconsejándole matricularse en un centro nocturno para adultos donde, diligente, aprendió a leer y a escribir. Cada tarde, cuando yo volvía del colegio, nos sentábamos las dos en la mesa de la cocina. Ella leía y hacía sus ejercicios de caligrafía en los cuadernos Rubio y yo, con solo nueve o diez años, revisaba sus deberes.  Era como jugar a ser maestra de verdad; algo que me hacía sentir mayor. La experiencia de ayudarla en su proceso de aprendizaje dejó en mi un grato recuerdo. Creo que, aunque apenas he ejercido la docencia, transmitir mis conocimientos, es una de las cosas que más placer me producen.

 

  Juana era como una auténtica navaja suiza: se podía contar con ella para infinitas cosas, además de ayudar a mi madre en la limpieza de la casa, también mi padre podía contar con ella en el campo si era necesario. Si había que levantar peso, arrastrar un saco, mover un mueble, ayudar en el corral con los animales o hacer manojos de tres con las cebollas tiernas durante la cosecha, ahí estaba Juana.

 

Algo nuevo hasta entonces para mí como era la Seguridad Social, la jubilación y el concepto de ser “autónomo”, lo conocí con nueve años gracias a ella.  Mi madre y mis tías, en cuyas casas, también trabajaba, colaboraban con una cantidad para que Juana se asegurase su futuro.  Fue entonces cuando comprendí que las personas tenían que hacer un ingreso en dinero al Estado cada mes, para recibir una paga cuando llegase su vejez.

 

Y así fui creciendo, acostumbrada a su presencia, a verla llegar con su bicicleta desde La Punta y desempeñar sus labores en nuestra casa como si fuera uno más de la familia. Hasta que un día, Juana, que aspiraba a una vida mejor, decidió emigrar a Alemania. Había que ser valiente y decidida para irse tan lejos, coger un tren y llegar a un país sin conocer absolutamente nada el idioma. Pero se marchó sin dudarlo. Los tres o cuatro años que duró su ausencia se nos hicieron eternos y aunque recibir sus cartas y postales nos lo hizo algo más llevadero, todos la echamos mucho de menos.

 

Pero Juana añoraba Valencia y un día regresó. Lo hizo cargada con un buen abrigo, que debió serle muy útil para resguardarse del frío germánico y con un aparato que yo no había visto en mi vida: un magnetófono. ¡Qué maravilla! Era magia metida en una caja. Nos dedicábamos a grabar una tontería tras otras y a rebobinar las cintas incansablemente. Escuchar nuestras voces a tanta velocidad me provocaba verdaderos ataques de risa.

 

Además del abrigo y el magnetófono, Juana trajo consigo una palabra de alemán. Nos enseñó a decir “Auf Wiedersehen”, que quiere decir adiós, vocablo que yo aprendí inmediatamente y que siempre asociaré con ella.

 

De pronto un día, ya pasados los treinta, Juana se casó; más bien la casaron. Y como era de esperar, su matrimonio duró un suspiro. Visto y no visto. El tiempo necesario para concebir una hija a la que bautizaron con mi mismo nombre: Amparo. Inmediatamente llegó la separación; otro de los conceptos que aprendí gracias a ella y que me resultó totalmente nuevo, teniendo en cuenta mi edad y que yo formaba parte de una familia católica, en la que todos los matrimonios se habían prometido en el altar, amor eterno.

   En 1967, nació mi hermano Felipe y mientras mi madre trabajaba en la verdulería que habíamos habilitado en nuestra antigua alquería, Juana se encargó de cuidar de él y la recuerdo tratándolo siempre con mucho y cariño.

 

Mis recuerdos de infancia también me hacen asociar a Juana con el kiosco de la esquina donde ella solía hacer feliz a mi hermano comprándole sobres sorpresa de 5 pesetas; unos sobres de papel que contenían indios, vaqueros, soldados, aviones o cochecitos de plástico diminutos.

A mí me obsequiaba con chicles de Bazoka, que eran unas enormes bolas redondas que casi no me cabían en la boca y que al masticarlas inundaban mi paladar con un artificial y adictivo sabor a fresa.

También me solía obsequiar con “recortables” de muñecas de papel. Una manera de jugar divertida y a la vez económica: Solo recortando las prendas y sujetándolas por dos pestañas, les cambiabas el vestuario sin necesidad de hacer una gran inversión;

 

Dejaría incompleto el retrato de Juana si no mencionase algo muy importante para mí: su olor. Juana era una mujer muy limpia y aseada pero cuando te acercabas a ella no olía a los típicos perfumes de la época: “Joya” o “Maderas de Oriente”, sino a lejía. Era tanto lo que la usaba que llegó a formar parte de sí misma. No me gusta la lejía, en grandes cantidades se me mete en la garganta y no la puedo respirar, pero el olor que dejaba en su piel, me resultaba el más agradable de los perfumes.

 

Un día Juana conoció a Florita. Nos la presentó como su amiga. Yo no la encontraba guapa, tenía el pelo gris y me parecía mucho mayor que ella. Se fueron a vivir juntas. No sé lo que llegó a ser Florita para Juana y desconozco su grado de intimidad, pero sé que se quisieron mucho.

 

Juana, sobrevivió a la pérdida de Florita y también a la prematura muerte de mi madre a la que apreciaba mucho. Una vez jubilada dejó de trabajar en nuestra casa, vivió con su hija y cuidó de su único nieto al que recuerdo que acompañamos en la celebración de su Primera Comunión. Después, nos visitaba de vez en cuando y nunca perdimos el contacto.

 

Falleció en el año 2013 de una trombosis. Tendría unos ochenta años. Mi padre, que ya había cumplido los noventa también asistió a su entierro. Nos sentimos muy tristes. Aquel día vinieron a mi mente los incontables momentos vividos con ella. Siempre la recordaré con muchísimo cariño, pero sobre todo como ejemplo de mujer independiente que no dejó que nadie manejara nunca los hilos de su vida. Fue, lo que hoy denominamos: una mujer empoderada.

 

“Auf Wiedersehen”, Juana.


©️AMPARO NOGUERA 2023

 

 



 

 


 

 

 



Comentarios

  1. Me encantan tus relatos tan autenticos

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  2. Como siempre superándote en tus relatos, y acordado te de cada detalle,que memoria Amparo,me encanta leerte,pues me hace recordar,muchas cosas de mi niñez....

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