MIS IAIOS MATERNOS
Mi iaio, Vicente Navarro (1907-1977), fue un hombre muy atractivo en su juventud, de complexión fuerte y con mucho carácter. Su aspecto era muy parecido al de Orson Welles y al igual que éste, siempre llevaba el puro en la boca desprendiendo un olor que a mí no me gustaba nada pero que tenía que aguantar si quería estar a su lado.
Mi iaia, Amparo Belenguer (1907-1973), a la que todos llamaban Amparito, fue una mujer de agradable carácter que se dedicó a su marido, a las tareas del hogar, y al cuidado de sus cuatro hijos: Amparo (mi madre), Carmen, Paquita y Vicente.
Vivían rodeados de huerta muy cerca del camino del Cabañal. Al lugar lo llamaban “la Alquería de la Palmera” por el hecho de tener una de estas plantas arborescentes delante de la casa, cuya gran altura hacía que se divisase desde muy lejos. Los terrenos sobre los que se asentaba están enterrados actualmente debajo de la Avenida de Blasco Ibañez, a la altura del número 109 aproximadamente.
Recuerdo que la casa, orientada al este como todas las alquerías, era muy amplia y bastante profunda. De fachada lisa, tenía la puerta de entrada típica de las casas valencianas compuesta por dos hojas, cada una de ellas con una estrecha ventana para dejar pasar la luz natural al interior. Una vez dentro, la estancia principal hacía las veces de recibidor, comedor y zona de paso. A la derecha estaban repartidas las habitaciones y a la izquierda había un despacho con un flamante escritorio donde el señor La Rosa realizaba las tareas de contabilidad. En la casa había un teléfono; imprescindible para las transacciones comerciales de mi iaio. Era de baquelita negro y estaba colgado en la pared. Según me han contado mis tías, se libró de milagro de darse un baño con el agua que inundó la casa en la riada del 57.
Al fondo a la izquierda, al lado mismo de la puerta de la cocina, había una escalera que daba acceso a la planta superior donde se encontraba l’andana, lugar en el que se almacenaba el cacao, el maíz y otras cosechas. La cocina tenía la bancada y los fuegos situados longitudinalmente en la pared de la izquierda y en el centro estaban la mesa y las sillas. Lo mejor de esa cocina eran las vistas, ya que por su ventana orientada al oeste, además de pasar la luz natural, se podía ver el Miguelete y los bellos atardeceres sobre la ciudad.
Entre el comedor y la cocina, una puerta daba paso a un amplio y soleado corral. Al salir, a la derecha, había una bomba manual que hacía brotar agua del interior de la tierra presionando su brazo con fuerza y a la izquierda, estaba la escalera que llevaba a la terraza y debajo de la cual se encontraban las cuadras donde vivían los animales, entre ellos los cerdos que se criaban para engorde y que después se vendían en el mercado de Campanar.
Cruzando el corral, había un cuarto de aseo bastante amplio que además de un lavabo y un inodoro con cisterna alta, tenía una ducha. Todo un lujo del que no disfrutamos en la alquería de mis padres hasta algún tiempo después. Más de cincuenta años hace desde que pisé esa casa por última vez y aún recuerdo lo poco que me gustaban las baldosas hidráulicas en color negro con vetas blancas que lo pavimentaban. Como el aseo estaba en el corral, para evitar salidas nocturnas a la intemperie, debajo de todas las camas de la casa había una “basenilla”, que era como disponer de inodoro en la habitación pero sin tener que tirar de la cadena.
En esa casa desarrolló mi iaio su vida profesional que fue la de un hombre inquieto y emprendedor con espíritu de comerciante. Él tenía sus propias tierras y contrataba jornaleros para cultivarlas, pero pronto se dio cuenta de que vender solo lo que producían sus campos no le daba grandes beneficios, así que decidió dedicarse a comprar cosechas enteras de cacao, patatas, cebollas y otros productos, que después vendía al por mayor.
Con el tiempo el destino llevó a mis iaios a veinticinco kilómetros de Valencia: hasta el pueblo de Benissanó. El tio Marianet, un jornalero, oriundo de allí y con el que entablaron mucha amistad, les habló tan bien de su pueblo que un día decidieron visitarlo. Al principio, el trayecto lo recorrían en carro y según me contaban, tardaban casi un día en llegar hasta allí. Más adelante compraron terrenos en dicha población y montaron un negocio de cultivo y exportación de cebollas que dirigirían los dos hijos más pequeños, mis tíos Paquita y Vicente que, junto con sus respectivas familias, se asentarían allí definitivamente.
A pesar de que les fue muy bien en la vida, ésta no fue para ambos todo lo larga que podría haber sido. En los años setenta la civilización avanzaba a pasos agigantados. Enormes edificios iban fagocitando huertas y alquerías y muy pronto les sería expropiada “La Alquería de la Palmera” para construir en su lugar la Avenida de Blasco Ibañez. Entonces decidieron trasladarse a vivir al piso superior de la casa de mi tía Carmen en el Cabañal.
Al poco tiempo de estar allí, tras una operación de vesícula, mi iaio sufrió una embolia que lo dejó privado de su lado izquierdo. Meses después, mi iaia enfermó del riñón y murió con tan solo sesenta y seis años dejando viudo y desconsolado a mi iaio. Éste, con una sola mano útil para sujetar su gaiato y caminar arrastrando una pierna, dependía casi por completo de la ayuda de los demás; para vestirse, para afeitarse, para ducharse, para utilizar el cuchillo en la mesa... El hombre de fuerte carácter que toda su vida se comió el mundo, se quedó sin el cariño y los cuidados de su querida Amparito: la mujer abnegada que lo había querido y acompañado durante toda su vida. A partir de entonces, cada día que le sobrevivió, se convirtió para él en una eternidad. Estuvo viviendo por temporadas en las casas de sus hijos, recibiendo sus cuidados y atenciones; pero no era feliz. Sin autonomía se negaba a salir a la calle. Cuando estaba con nosotros en nuestra casa, siendo yo adolescente, solo accedía a ir a comer el domingo a un restaurante en Benissanó, pero lo hacía a la fuerza, con desgana y solo para no fastidiarnos el día. Lo recuerdo de la noche a la mañana sentado en el sillón, con el semblante serio y apagándose como una vela. Tenía nuestro cariño pero no era suficiente; ya nada le valía la pena. Había perdido la ilusión de vivir…
A pesar del triste recuerdo de los últimos años, guardo en mi memoria los momentos felices que compartí con mis iaios cuando todavía eran jóvenes. Durante el año solía verlos algún domingo y otras veces entre semana después de atravesar estrechos y polvorientos caminos desde nuestra alquería a la suya. Siempre cogida de la mano de mi madre y acompañadas por el murmullo del agua de las acequias.
De los veranos tengo un recuerdo especial cuando mis iaios tenían por costumbre alquilar una casa en Montanejos para descansar y nosotros les acompañábamos unos días. Si había espacio nos instalábamos en su casa y si no, mis padres y yo nos hospedábamos en la fonda para luego hacer las excursiones al río y las paellas junto con mis tíos y primos que también acudían.
Un verano, teniendo yo unos seis o siete años, fui a cruzar la calle y pasó en moto un integrante del grupo musical que actuaba en la verbena de las fiestas, no sé bien lo que sucedió pero yo caí al suelo, por fortuna sin hacerme ningún rasguño. El susto que mi iaio se llevó al ver que casi me atropellan le hizo ponerse como un energúmeno gritando y corriendo detrás del acongojado tipo y levantando su gaiato. El músico, después de ver que no me había pasado nada, salió disparado; supongo que para evitar llevarse algún garrotazo...
Nunca olvidaré los baños en el río y los paseos por los montes de Montanejos con mi iaio, sentándonos a descansar a la sombra de los pinos y cogiendo poleo... ¡cómo me gustaba su olor! Desde entonces es mi infusión favorita, creo que recién cogido no hay aroma de otra hierba que se le pueda comparar. Tan solo unas ramitas son suficientes para transmitir al agua su aroma y propiedades; nada que ver con los sobres insulsos que te sirven en cafeterías o te venden envasados en los supermercados. El poleo siempre me recordará a mi iaio. Y de mi iaia aún conservo en mi balcón una planta suculenta “crassula ovata” o árbol de jade, que creció de un esqueje de una planta suya.
En mi mente permanecerán también las comidas familiares en su casa, los correteos y juegos por su corral con mis primos y cómo no, el esperado durante todo el año, gran momento de las estrenas en Navidad cuando tras besar la mano de mi iaio éste nos obsequiaba con un flamante billete de cien pesetas. Algo que continuó haciendo cada veinticinco de diciembre hasta el día de su muerte; por supuesto que aumentando la estrena conforme al IPC...
Siempre les recordaré con mucho cariño.
©️AMPARO NOGUERA 2021
He contado 5 Amparos en 3 generaciones de tu familia: 2 por parte materna y 2 por parte paterna, más luego tú. ¿Me equivoco?
ResponderEliminarMe pregunto quién acudia primero al oir ¡Amparo!
Como disfruto cada vez que me cruzo con tus relatos.
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