CONSUE Y MARÍA

    Consue y María, dos encantadoras mujeres, hermanas gemelas, que fueron para mí como de mi familia o incluso más, si es que eso es posible. De ellas recibí tanto cariño, que por mucho que intente expresarlo en estas líneas, nunca será suficiente.

    Vivíamos en la alquería, yo era muy pequeña, pero recuerdo todas nuestras vivencias como si fuera ayer. Los edificios comenzaban a engullirnos. Uno de los que se construyó muy cerca fue un bloque en Ramiro de Maeztu. Todavía no existía el edificio de la misma calle que da a Pepe Alba, con lo que podíamos pasar de la alquería hasta la finca, caminando en recto unos 100 metros. Ellas llegaron con su madre desde Bicorp, un pueblo de la Canal de Navarrés. Allí, la señora Consuelo, cuidaría de la portería hasta su jubilación.

    Consue trabajaba en un taller de baratijas, relojes y pulseras, de esos que entonces vendían en la “paraeta”. Muchas veces se traía trabajo a casa y yo le ayudaba a montar las esferas en los relojes. Yo tenía en mi poder montones de baratijas; era como abrir el cofre del tesoro…

    María era bordadora. Recuerdo con qué mimo bordaba en sábanas y toallas cientos de flores y letras. En aquellos tiempos, rara era la mujer que se casaba y no tenía sus iniciales bordadas en la dote. Yo me extasiaba viéndola hacer el dibujo, pasar la plantilla en papel cebolla y después bordar y bordar sin levantar la cabeza de la máquina.

    Las noches de los sábados, cuando no había televisión y mi padre agotado del trabajo se acostaba, mi madre y yo cruzábamos la acequia y por el camino de tierra al lado de los chopos, llegábamos hasta su portería. Era un habitáculo diminuto a más no poder, porque para recordarlo así una niña pequeña, cuya percepción de los espacios es siempre mayor de lo que son en realidad, ya debía de ser pequeño… Allí había una mesa camilla, con su brasero encendido en el interior, enfrente una pequeña habitación y sobre la cama una lámina enmarcada con un cielo de esos imposibles y que yo ahora trato siempre de capturar en mis fotografías. Y allí, en el lugar más sencillo del planeta, sentados con las piernas por debajo del mantel, jugábamos al parchís y éramos felices. Mi madre siempre las fichas rojas, María, a la que yo llamaba Cary porque de pequeña así aprendí a pronunciar su nombre, las fichas verdes… A veces, mientras jugaban, me dormía en su regazo sintiendo las caricias que Cary me hacía por la espalda y mientras tanto, escuchaba conversaciones de mayores que me iban espabilando a la carrera. Qué sensación tan agradable, qué calorcito y qué ambiente de paz y felicidad se respiraba… Ahora tengo problemas para dormir y añoro aquellos tiempos en que el sueño me vencía tan dulcemente.

    Cuando llegaba el verano íbamos todos juntos a la playa. El recinto de Las Arenas nos esperaba como un lugar mágico que yo no cambiaría por el mejor parque de atracciones de hoy en día. Es la playa de mi ciudad, a la que sigo acudiendo cada verano. Allí empecé a amar el mar Mediterráneo, que aunque hay otros mares muy bonitos, el agua la tienen mucho más fría…

    Otra de las cosas que hacíamos todos los años, era ir en el 600 de mi tío Manolo hasta el cementerio de Cullera, donde estaba enterrado su padre que había fallecido en un accidente. Para mi, ir al cementerio en el 600 era como ir de excursión. Creo que desde entonces me encantan los cementerios. Cuando viajé a Paris no me perdí el de Montmartre y el del Montparnasse. Adoro los mausoleos, las tumbas antiguas y las calaveras y no tengo miedo a la muerte, solo a dejar de vivir…

    Como ellas eran de Bicorp y nosotros no teníamos pueblo, decidimos adoptar el suyo. Los veranos íbamos a pasar unos días a la sencilla y blanqueada casa de su abuela, que nos acogía con mucho cariño y con las sábanas blancas, limpias y recién planchadas. También tenía un corral con cabras, de cuyo olor me inmunicé y de las que me bebía un vaso de leche recién hervida, que aunque me sabía totalmente diferente a la de vaca, también me gustaba.

Ir al lavadero a hacer la colada era otra fiesta; el olor a jabón, el ruido del agua, las conversaciones de las mujeres… También disfrutaba con las excursiones a las fuentes, a la Cueva de la Araña, con los baños en el río, con las libélulas y los insectos “zapateros” que cogíamos entre las manos y llamándolos como se les conocía por allí, decíamos: “tejedor, tejedor, cojo uno y salen dos…”

    Consue y María con el tiempo se casaron y tuvieron hijos. Consue se fue a vivir a Mislata y María se quedó en el barrio muy cerca de mi casa. Vi nacer a sus hijas, asistí a sus bodas y hoy en día pese a la diferencia de edad, son mis amigas. Sobre todo la pequeña de María, Xelo, que estudió BBAA como yo y tenemos muchas cosas en común.

    Hace unos años, María, que aún vive y a la que sigo queriendo mucho, nos invito a su casa de Bicorp. Al bajar del coche no puede evitar que mis ojos se humedecieran. Más que el paisaje, fue ese olor a pueblo que nunca se olvida y que me trajo a la memoria los maravillosos momentos vividos en esos años de mi infancia.


©️AMPARO NOGUERA 2021  





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