LAS NAVIDADES, EL BELÉN Y LOS REYES MAGOS.

 

    Cuando yo era niña y vivía en la alquería, esperaba con ansias las Navidades, más que por el turrón, que lo odiaba, por el Belén y la llegada de los Reyes Magos. Para comprender bien la relevancia de la ubicación del Belén os describiré la casa por dentro. La puerta principal daba a un ancho distribuidor a cuyos lados estaban las habitaciones, a la derecha la de mis padres y a la izquierda la de mis yayos. Desde ahí se entraba al comedor que tenía a su derecha una escalera para acceder a la planta superior y pegado a ella se encontraba mi dormitorio con su hueco en el interior. A la izquierda estaba la cocina con una puerta que daba paso al corral. En la pared del fondo del comedor, que yo no entendía por qué lo llamábamos así, puesto que nunca comíamos en él, había una gran puerta que jamas se abría. Yo creo que estaba para que corriese el airecillo por las rendijas y conseguir que yo tuviese un poquito más de frío. Una gruesa cortina de terciopelo, en tono rosa palo oscuro con diseño adamascado, la cubría. En esa pared, pegado a la cortina, el “manitas” de mi padre, me montaba el Belén. Cajas y cajas de casitas de corcho y figuritas de barro bajaban de la “cambra” cada año para cobrar vida por Navidad.

    Sobre la cortina, mi padre colocaba un extenso cielo azul lleno de estrellas con montañas pintadas en la parte de abajo. Un tablero de parte a parte de la pared, apoyado sobre unos caballetes y cubierto con una gran tela, recibía las montañas de corcho, las casitas, el serrín del suelo, los ríos simulados con el papel de plata de los chocolates y que luego llenaríamos de patos y de puentes. También había palmeras, cabritas y pastores, entre ellos el del culo al aire, que tanta gracia me hacía. Los tres Reyes montados en sus camellos, empezaban recorrido desde la derecha del Belén para que yo cada día los acercase un poquito al portal que estaba situado a la izquierda. Las diminutas luces que cada dos por tres se fundían, iluminaban las casitas y el pesebre. San José, la Virgen y el Niño, aguantaban estoicamente en su puesto durante todas las navidades observando como yo jugaba con mis “playmobils”

    El día de Reyes también era muy especial. La ventaja de tener un caballo en casa y de que los Reyes, a pesar de la motorización, continuaran haciendo el reparto en camellos, era que mi padre les preparaba en la puerta un capazo lleno de alfalfa para que se tomaran un tentempié. Cuando por la mañana yo me despertaba y salíamos al patio, no había ni restos de la alfalfa; un montón de boñigas de caballo esparcidas por el suelo me hacían creer que los Reyes con sus camellos habían estado ahí. ¡Qué alegría ver los juguetes! Unos depositados en el suelo y otros escondidos entre las plantas y que yo tenía que rebuscar. Tampoco faltaba nunca el capacito con carbón azucarado, monedas de chocolate envueltas en papel aluminio dorado y pequeñas botellitas de cava de chocolate.

    Seguramente habréis tenido algún regalo de reyes que recordaréis con más cariño que otro. Yo, en mis 62 años de vida he tenido muchos que me han hecho muy feliz, pero ninguno como el que recibí un día de Reyes del año 1966: Desde pequeña, tanto como corretear, hacer volteretas en la cama de mi madre o subirme al árbol a coger “cascavellicos”, lo que más me gustaba era dibujar y pintar con los lápices “Alpino”. Aquella mañana, rebuscando entre las plantas, mi sorpresa fue mayúscula. ¡Unas acuarelas! El regalo en realidad no era de mis padres sino de Pepín, un familiar de nuestras amigas Consue y María, aficionado a la pintura y que sabiendo lo que me gustaba pintar, tuvo el detalle de pedírselas a los Reyes para mi.

    Nunca lo olvidaré. No lo he vuelto a ver desde hace muchos años. Por aquel entones Pepín era un chico joven y tendría veintitantos años. No sé si llegará a saber alguna vez que su regaló se quedó grabado en el corazón de aquella niña flacucha.


©️AMPARO NOGUERA 2021







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