LA ALQUERÍA, EL FRIO Y EL BRASERO


    Yo soy muy friolera. Creo que la alquería me metió el frío en el cuerpo más que si hubiera viajado a Rusia con mi tío Manolo.

    Vivir en la alquería era muy agradable en todas las estaciones, menos en el invierno. Como todas, estaba orientada al mar y el viento de levante la recorría de este a oeste consiguiendo que la estancia en el interior fuese muy confortable. La primavera le favorecía y la ponía preciosa, porque mi iaia tenía toda la fachada de la casa llena de plantas. Incluso llenó de macetas el lateral del pequeño almacén-garaje que hizo construir mi padre enfrente de la casa. Creo que tenía obsesión, pero no eran macetas bonitas de cerámica o de barro, eran pozales de latón y cualquier recipiente que se prestase a acoger a sus geranios. Eran montones de plantas sobre piedras y cajones. ¡Mi iaia era una Diógenes de las plantas! Ahora miro las fotos y con lo minimalista que soy yo, me pongo de los nervios. ¡Vaya atiborramiento…!

    Pero la fachada de la casa ya era otra cosa. Dos grandes maceteros alicatados con cerámica adornaban la puerta y te daban la bienvenida. Helechos, margaritas que yo deshojaba… geranios de pétalos rojos y magentas con los que me pintaba las uñas, cada una de un color…no penséis que eso se ha inventado ahora…

    Había rosas rojas como la sangre y un enorme jazmín que de noche me hipnotizaba con su olor y por el día me regalaba el néctar de sus flores para que yo lo chupara como una golosina. También me gustaba pisar el tapiz de pétalos de todos los colores que cubría el suelo del patio por las mañanas, pero que bien temprano mi iaia y mi madre se empeñaban en barrer. Encima de la puerta, una frondosa y enorme parra que comenzaba en la fachada y terminaba a varios metros de distancia apoyada en un poste de hierro con escuadra, hacía que fuera una delicia comer a su sombra por el día y cenar a su resguardo por la noche. Pero cuando llegaba el invierno, la dichosa alquería se convertía en un auténtico congelador. Ni calefacción central ni radiadores eléctricos, ni mantas térmicas; un pequeño brasero en la cocina y santas pascuas. Al menos, una bolsa de agua caliente me ayudaba a que la odisea de meterme en mi cama por las noches fuera un poco más llevadera. Cuantas veces he pensado que de haber existido entonces los pijamas de forro polar, otro gallo habría cantado. Así pues, con este frío pasaba yo el invierno, siempre con leotardos y metida en un abrigo por dentro de casa hasta a la espera de la primavera.

    Unas Navidades, tendría yo unos cuatro o cinco años, en días previos a Reyes, mis padres habían salido de compras. Me dejaron al cuidado de mi iaia y mi tío Manolo, que se encontraban en la planta de arriba. Yo estaba sola en la cocina con la única compañía del brasero, mi gran aliado en los duros momentos del invierno. Tenía una pistola de juguete, algo extraño para una niña de aquella época pero que en mí no os debe sorprender.

    Como además siempre me ha gustado disfrazarme, me puse las gafas de sol con cristal amarillo que usaba mi padre para ir en la vespa y también su gorra, una de esas de paño que tienen la visera corta y bien pegadita. Si mi cabeza es delgada y pequeña hoy en día, imaginaros a esa edad... Cuando me puse la gorra, mi cabeza se sumergió en ella como en una escafandra. Así, con estas guisas, a ciegas y pistola en mano, comencé desde la puerta del corral a recorrer la cocina de parte a parte una y otra vez. Lo que pasó luego es fácil de adivinar. En uno de los recorridos tropecé y mi rodilla izquierda cayó sobre el brasero. Aún me oigo gritar. Mi tío y mi iaia bajaron a socorrerme y en brazos me llevaron a un practicante que había en el cercano edifico de Ramiro de Maeztu. Me quitaron el leotardo chamuscado de la rodilla con unas pinzas y me dejaron caer alcohol desinfectante como un grifo abierto. Mis gritos eran desgarradores. Todos soplaban, hasta la mujer del practicante. Por lo visto, la ignorancia de entonces, inhibía los virus y bacterias que aquellos soplidos pudieran transportar. 

    Desde entonces la cicatriz la llevo puesta y no hubo porrazo que yo me cayese después, que no fuera a parar al mismo sitio.

 

©️AMPARO NOGUERA 2021








Comentarios

  1. Ay, esos fríos invernales y la bolsa de agua caliente para la helada cama, que tardaba en calentarse y no dejaba que uno pudiera dormirse. Y el brasero, y los sabañones por calentarse los pies demasiado cerca... (creo que tú no tuviste nunca o eso me suena).
    Recuerdo también un "calienta camas", que era como un brasero pequeño casi cerrado del todo, salvo unos pequeños agujeros en la parte superior y unido a un palo largo, en el que se ponían brasas del brasero y que se pasaba por dentro de la cama, entre las sábanas, para calentar todo el interior de la cama. No recuerdo cuándo y por qué se dejó de usar. Quizá fue que las bolsas de agua lo desplazaron.

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    1. Yo he pasado muuuucho frío de pequeña, Santi. Lo soporto peor que el calor. Doy gracias a la calefacción que me hace estar más a gusto. 😅.

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