EL CORRAL

 

    No se puede imaginar una alquería de la huerta valenciana sin su correspondiente corral. El corral era todo un mundo. Pura vida. Al nuestro accedíamos subiendo dos escalones desde la puerta trasera de la cocina. Aún no entiendo por qué la cocina estaba más honda que el corral… Al salir te encontrabas con un patio rectangular al descubierto y pavimentado con grandes adoquines de color gris que facilitaban mucho a mi madre y a mi yaya la tarea de barrerlo. Salvo la pared pegada a la cocina, todo eran puertas que daban entrada al gallinero, la conejera, la pocilga y a la izquierda las cuadras, donde Careto y la vaca tenían su pesebres. Pegados a la pared, un mundo de objetos se amontonaban; azadas, palas, capazos con pan duro, sacos de pienso, pozales de metal…

    Había muchos animales: cerdos, conejos, gallinas, tres perros sin raza muy cariñosos y unos cuantos gatos que se encargaban de limpiar de ratones las inmediaciones de la casa. Por el suelo, gallinas blancas y rojizas picoteaban maíz felizmente cuando mi yaya las dejaba salir del gallinero cada mañana. Y como no, algunas moscas, contra las que mi madre luchaba limpiando la casa a menudo y tratando de impedir su entrada con una cortina de sonoros canutos. A la derecha del corral había un gran portalón de madera por donde sacaba mi padre a Careto para ir al campo o por donde un día, la vaca que todos conocéis, se escapó.

    Uno de los habitáculos que contenía el corral era el “comú” manera valenciana de llamar al excusado. Había que salir al corral de día o de noche para llegar hasta él, aunque cayeran rayos y truenos. ¡Qué suplicio suponía con el frio del invierno, llegar hasta allí! Era un pequeño habitáculo con una fría bancada de piedra, que llegaba a la altura de las rodillas y con un agujero redondo con tapa de madera, en cuyo interior, un cono invertido dirigido hacia un pozo ciego, hacía que las deposiciones de toda la familia se las tragase la tierra. En la pared lateral, colgados de un clavo, había recortes de periódico para dejar impresas en la piel de cierta parte, como un tatuaje, las noticias que no se habían leído anteriormente. Luego llegaría el papel “Elefante”; un rollo de papel continuo en color marrón cuya capa exterior era brillante y resbaladiza. Yo nunca supe utilizarlo correctamente. Ahora que existen papeles tan suaves y absorbentes que parecen algodones, cuesta maginar que por aquel entonces, el “Elefante” fuera nuestro único aliado.

    En el corral se podían hacer muchísimas cosas. Yo, como buena melindre comía poco y en consecuencia tenía problemas para eliminar mis residuos. Consumía más supositorios de glicerina que golosinas y mi madre, para que yo no me colara por el agujero del “comú” me sentaba en un orinal en medio del corral; allí pasaba el tiempo sacudiéndome las moscas y con las gallinas revoloteando a mi alrededor. Aquello se me hacía eterno, hasta que llegado el momento mi garganta exclamaba el tan esperado grito de ¡yaaaaa! y mi madre acudía ilusionada para ver el preciado tesoro que mi cuerpo había depositado en el recipiente.

    Un día, al terminar y mirar su interior, mi sorpresa fue mayúscula; ¡había un gusano enorme! Ahora lo pienso y la lombriz no debió ser tan grande, pero para mis ojos de niña me pareció casi como la trompa de un elefante.

Mis aventuras en el corral fueron inmensas. Un día que mi padre no estaba y aún no había dado de comer a los cerdos, estos se pusieron nerviosos y apoyando sus patas en la puerta de la pocilga sacaban su cabeza gruñendo y reclamando la comida. El miedo se apoderó de mí pensando que se iban a salir de allí y yo iba a ser su único alimento.  

     Los ratos que pasaba en el corral con mi yaya eran los más bonitos. Entraba de su mano en el gallinero, cogíamos un huevo para cada una y estando todavía calientes les hacíamos un agujero en la parte superior y nos los bebíamos crudos, de un sorbo y sin pajita y a mí me gustaba. Mi yaya no sabía de salmonelas ni otras historias.

Recuerdo también ver a mi padre ordeñar a la vaca y cómo me embriagaba el olor de la leche; yo estaba deseando que mi madre la hirviese para beberme un vaso y comerme como el mejor de los dulces, la capa de nata espesa revuelta con azúcar.

    Otra cosa que me encantaba era amasar la comida de los cerdos. En un cubo mi padre ponía mendrugos de pan duro a remojar. Luego añadía pienso y yo metía el brazo hasta más allá del codo y con mis manos deshacía el pan hasta convertir la mezcla en una papilla. Había que ver luego con que desespero se lo comían. Tengo la sensación de que como deprisa desde entonces.

    En el corral también se mataba el pollo y el conejo para la paella del domingo. Yo veía cortar el cuello de la gallina y cómo su sangre se cuajaba rápidamente en el plato. Después se desplumaba y yo jugaba con las largas plumas de las alas como si fueran estilográficas. Desollar el conejo era también algo a lo que yo estaba acostumbrada. Una vez degollado se ataba abierto por la mitad, bien espatarrado para quitarle la piel. Aquello era para mí como una auténtica clase de anatomía.

    Nunca olvidaré mi corral. Lugar de gratas vivencias en donde los animales formaban parte de mi vida.

    Aunque no soy vegana, respeto mucho a los animales y no me gusta que sufran al morir. Espero que esta narración no ofenda a los animalistas. Lo que cuento es parte de la historia.



©️AMPARO NOGUERA 2021


 



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