EL COBERTIZO

    Detrás de nuestra alquería, a espaldas del comedor,  había un cobertizo abierto en su parte frontal. En el centro del mismo había un montículo de basura, que a mí me parecía tan grande como una montaña. De cara al mismo, seleccionando los materiales, espatarrado de piernas y doblado por la cintura, estaba el señor Manuel, marido de la señora Carmen la costurera.

Era un hombre de unos sesenta años, muy delgado, de piel cetrina y cabello negro liso con alguna cana. Lo peinaba con raya al medio y su flequillo le caía muchas veces sobre la frente. Lo recuerdo casi siempre con barba de varios días y también con una boina negra en el invierno. El señor Manuel se dedicaba a triar el fem. Convertía el cobertizo en una auténtica planta de reciclaje totalmente analógica y manual. Seleccionaba y apartaba del montón de basura todo aquello que no era orgánico. Como entonces apenas había plástico, (yo sólo recuerdo las botellas de lejía “Los tres Ramos”), agrupaba por un lado las botellas y objetos de vidrio, por otro todo lo que era de hierro y otros metales, y hacía un tercer montón con el cartón y las libretas de papel. Al finalizar la selección, embalaba por grupos esos materiales, para venderlos posteriormente al trapero y dejaría aislado en el centro del cobertizo solo el residuo orgánico que serviría para que mi padre abonase las tierras.

    El señor Manuel era un hombre muy peculiar que hacía algo de manera sistemática: de vez en cuando entraba en la cocina (aún lo veo de espaldas a la puerta del corral), se llenaba un vaso de agua, sacaba bicarbonato de su bolsillo, vaciaba un puñado en la palma de su mano y con un movimiento brusco de su brazo acompasado con la cabeza, lo metía en su boca, echaba el trago de agua y mirando al techo, se ponía a hacer gárgaras. Mis ojos de niña lo miraban desde abajo, observando detenidamente el extraño proceso hasta que terminaba y se volvía al cobertizo. ¿Para qué hacía aquello tan a menudo...? Yo me extrañaba porque solo se lo veía hacer a él. Ahora pienso que sus digestiones no serían buenas o tal vez padeciese del estómago…

    En algún rato de ocio yo entraba a visitarlo, él me saludaba amablemente y mi distracción era agacharme a escudriñar entre el montón de los cartones donde siempre había muchas libretas, algunas tenían la tapa verde y estaban encuadernadas con grapas; las que estaban sucias yo las dejaba a un lado, pero las que se encontraban en buenas condiciones me ponía a mirarlas como si de un tesoro se tratase.

    Así fue como, en el lugar más sorprendente para una niña, rodeada de basura, comencé a amar la caligrafía. ¡Qué letras tan extraordinarias había en aquellas libretas! y ¡qué diferentes algunas de otras!, ¡qué mayúsculas...! También había libretas de contabilidad, con unos números manuscritos tan perfectos (sobre todo los cincos que jamás en mi vida he conseguido igualar). Yo quería aprender a escribir así; con apenas seis años me lo propuse y con el tiempo lo conseguí. Me gustaba tanto la letra bien hecha, que pedía a mi madre dinero para comprarme cuadernos de caligrafía Rubio y los rellenaba por mi cuenta al salir del colegio. Solo por el puro placer de escribir. Era mi “extraescolar” de aquellos tiempos. Conseguí tener una letra bonita y personal, además de muy clara y legible; tanto que de mayor, cuando estudié Magisterio, todos mis compañeros se fotocopiaban mis apuntes para estudiar, sin molestarse tan siquiera en pasarlos a limpio.

    Tampoco puedo olvidar la huella que dejó en mí la caligrafía de mi padre, que pese a haber ido poco al colegio, consiguió tener una letra  muy bonita  que también traté de imitar durante mi infancia e incluso adolescencia. Hasta su firma me salía a la perfección y eso que su rúbrica no era fácil…

    Curioso el cambio que ha dado la vida si pienso que ahora mismo yo, que tanto amaba hacer la letra bien hecha, estoy escribiendo este relato con las teclas de un teléfono. Solo he conseguido con mi edad y la falta de práctica, que mi letra haya perdido parte de su encanto. Pero es algo que ya no me preocupa. Lo importante no es que mi caligrafía sea bonita, sino lo que yo pueda contar, aún escribiendo con la "Helvética" de este teclado.

    A propósito de “la planta de reciclaje” recuerdo que mi madre estaba harta de tener la basura tan cerca; luchaba contra los elementos. Aún con ellos en su contra, gracias a su extremada limpieza, consiguió que apenas entrara alguna mosca en casa y yo jamás llegué a percibir mal olor en sus estancias y mira que tengo olfato... Tampoco recuerdo el olor de aquella basura especialmente desagradable. Era como basura “fresca”, si es que a la basura se la puede adjetivar como tal. El fem es otro de los olores de mi niñez. De manera que en la actualidad, cuando el viento acerca a algunas zonas de la ciudad, el olor a estiércol de los campos recién abonados, mi mente se traslada a mi infancia, a los ratos en aquel cobertizo junto al señor Manuel y pienso en el preciado tesoro que allí encontraba: montones de libretas manuscritas con caligrafías sorprendentes.


©️AMPARO NOGUERA 2021

 

 
 


 


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