LA LLEGADA DE MI HERMANO
(Imprescindible para entender mejor este relato haber leído previamente "EL SEXTO PISO"
Mi madre siempre quiso tener un hijo varón. Desde que vine al mundo en 1959 se pasó ocho años intentando darme un hermanito. Por fin, en el verano de 1966 se quedó embarazada. Yo vi crecer su barriga poco a poco; unas veces con curiosidad y otras con indiferencia. No imaginaba lo que iba a cambiar mi apacible vida el pequeño ser que estaba a punto de nacer.
Durante nueve meses fui testigo de la felicidad que invadió la vida de mi madre que, si ya de por sí era una mujer alegre, en su estado de buena esperanza, a pesar de las molestias y mareos del embarazo, estaba verdaderamente exultante y nos demostraba con su actitud que el hijo que esperaba era muy deseado. En aquella época todavía no se hacían ecografías que predijesen el sexo del bebé, pero mi madre no las necesitaba; estaba convencida de que iba a ser un varón al que pondrían de nombre Felipe, como a mi padre.
Llevábamos algunos meses instalados en el sexto piso, la fecha del parto había llegado y el bebé parecía no tener muchas ganas de conocernos, así que el ginecólogo no tuvo más remedio que realizar a mi madre una cesárea y el uno de abril de 1967 llegó al mundo el tan deseado “xiquet”.
Tras pasar una semana en el hospital, mis padres llegaron a casa con un muñeco de carne y hueso que relegaría a un segundo plano a todas mis muñecas. Instalarse no les resultó fácil. En la fría y angosta habitación de matrimonio apenas quedaba espacio para la cuna; la única y lógica ubicación posible era entre la cama y la cómoda y allí se colocó, lo cual impedía abrir totalmente los cajones y complicaba sobremanera a mi madre el poder introducirse en la cama. A pesar de las estrecheces y del frío de la estancia, mi hermano pasó allí algo más de un año, que fue el tiempo que duró la lactancia. Después, con la llegada del siguiente invierno, la habitación orientada al norte y por cuyo balcón no penetraba ni medio rayo de sol, se enfriaba por momentos como una nevera. En el piso no había calefacción central, ni radiadores eléctricos (que tardaríamos algún año en tener). Calentarla con la catalítica que había en el comedor tampoco era aconsejable, así que la brillante solución que se le ocurrió a mi madre fue trasladar la cuna con el niño incluido a mi habitación; que además de tener más espacio libre estaba extraordinariamente caldeada por las resistencias del frigorífico que asomaban como pajarillos por mi ventana. Así que entre la fuente de calor ubicada a la izquierda y mi cama que estaba pegada a la pared de la derecha se colocó la brillante cuna fabricada con fríos barrotes de acero inoxidable muy a la moda de la época.
De pronto, sin comerlo ni beberlo, gracias a poseer la habitación más cálida de la casa, pasé de ser hermana a medio madre con tan solo nueve años de edad. Mi hermano Felipe se alojaría conmigo unos tres años hasta poder ocupar la habitación de mi iaia Amparo que quedaría disponible tras su fallecimiento.
Cada noche sucedía lo mismo: mi hermano no se podía dormir si a mi cama no estaba completamente pegada su cuna. Así que yo dormía encajonada entre la pared y los barrotes de la misma y para acostarme y levantarme tenía que hacerlo por la parte de los pies.
Algunas veces, de madrugada, me despertaba con el pijama completamente mojado, consecuencia de que a Felipe, que todavía usaba pañales de gasa y no los actuales de celulosa super absorbentes, le gustaba más mi Pikolín que la espuma de su colchón y había saltado los barrotes de su cuna para dormir a mi lado donde hacía plácidamente su pipí de madrugada. Aquello me tenía más que harta, pero atarlo a los barrotes no era la solución...
Debo reconocer que tampoco mis cuidados eran perfectos… Una día que tenía a mi hermano de unos seis o siete meses tumbado y muy risueño sobre mi cama, cogí la cadena de oro de su chupete y empecé a girarla velozmente al rededor de mi dedo hasta que le di con el mismo en las narices. Fue un accidente involuntario pero debí hacerle daño. Ver a mi hermano llorar desconsoladamente hizo que me sintiese francamente mal y nunca en mi vida olvidé aquel percance.
Las consecuencias menos agradables de tener un hermano pequeño después de ser hija única durante ocho años, no fueron la invasión de mi espacio, el dejar de ser la protagonista, o el tener que compartir a mis padres, sino ciertos factores humanos externos que hundían mi moral. Porque el que yo fuera muy inquieta no me impedía ser una niña bastante madura que comprendía perfectamente la situación de vivir en un piso pequeño y tener una madre trabajadora, que en cuanto terminaba de dar el pecho al bebé se marchaba a despachar a la verdulería dejándolo a cargo de Juana o al mío cuando yo volvía del colegio. Para mí era normal cuidar de mi hermano, entretenerlo, arrullarlo, ponerle el chupete cuando lloraba, darle en ocasiones la papilla y cambiarle algún que otro pañal empapado de pipí o de residuos sólidos cuyo olor afectaba sobremanera mi sensible olfato. Lo que a mí me fastidiaba enormemente eran los comentarios de la gente, el maldito chascarrillo que susurraban a mi madre cuando nos los encontrábamos por la calle mientras paseábamos felizmente los tres: -¡Qué celitos le tendrá a su hermanito…!- le comentaban morbosamente... Pero se equivocaban por completo. Por fortuna, ya fuera por mi edad o por el cariño que continué recibiendo de mis padres, nunca tuve celos. Al contrario, yo me sentía mayor, útil e importante porque sabía que mi madre confiaba en mí para su cuidado y me lo demostraba y agradecía con cariño.
Cuidar a Felipe fue fácil porque era un niño muy bueno; tal vez demasiado. Salvo por sus garabatos en el sofá con el boli Bic o porque me rompió dos de los Niños Jesús que me regalaron por mi Primera Comunión, apenas hizo travesuras. Era muy pacífico, tímido, reservado, poco hablador y se entretenía mucho jugando solo con sus cromos y sus chapas. Pronto descubrí que era más inteligente que yo porque siempre me ganaba al ajedrez y otros juegos de estrategia para los que soy una auténtica negada, incapaz de concentrarme y pensar más allá del movimiento de la siguiente pieza.
Mi hermano fue creciendo y yo lo llevaba al Colegio de los Dominicos con el coche de mi padre, lo acompañaba a la ortodoncia por la zona de Abastos y me quedaba con él siempre que mis padres salían por la noche.
Felipe y yo éramos y somos polos opuestos. Ta diferentes como el cielo y la Tierra o el blanco y el negro… aunque a los dos nos ha gustado mucho el deporte, la lectura y el chocolate. Mi madre se pasó nuestra infancia y juventud empujando a uno y frenando a la otra. Cuando me fui de casa para casarme él todavía era un niño de apenas doce años...
©️AMPARO NOGUERA 2021
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