EL SEXTO PISO


    A principios de 1967 dejamos la alquería para mudarnos al sexto piso del recién construido edificio de Ramiro de Maeztu. La única que estaba feliz con el traslado era mi madre; harta de trabajar en los campos, del enorme trabajo que le daba la alquería, de las moscas, del polvo y de que mis bronquios no dejaran de soplar. Y como el médico le había dicho que dejar de vivir en la alquería los mejoraría de inmediato, mi madre no cabía dentro de sí de contenta. Mi padre simplemente se resignó porque sabía que al menos de momento la alquería permanecería en su sitio y podría seguir cultivando los campos. Afortunadamente la expropiación todavía tardaría nueve años en llegar.

    Mis sensaciones con el traslado de vivienda eran contradictorias. Por un lado me invadía la tristeza de abandonar el lugar donde había sido feliz los primeros ocho años de mi vida; una vida idílica en una casa el campo con un enorme patio, una cambra y un corral y siempre en contacto con los animales, los campos de maíz, las tomateras, los árboles, las acequias y mi apreciado cobertizo. Por otro lado, tenía la curiosidad que produce lo desconocido. Íbamos a vivir en un sexto piso, lo que me permitiría ver el paisaje desde las alturas y eso me atraía. También íbamos a tener vecinos, un ascensor, una enorme azotea y una portera que estaría siempre vigilando para que yo no subiese sola en el ascensor. Pronto descubrí que el piso nada tenía que ver con la alquería. Fue como abandonar el paraíso para encerrarnos en una pequeña jaula; porque para mí se parecía más a eso que a otra cosa.

    Tras subir seis pisos llegábamos a un rellano con cuatro puertas; la nuestra era la número veintidós y salvo por una diminuta mirilla, era totalmente ciega y nada tenía que ver con la puerta de dos hojas con ventanas que habíamos tenido en la alquería. Con ayuda de una empresa mis padres hicieron la mudanza. En las habitaciones de aquel pequeño apartamento se embutieron con calzador los enormes y pesados muebles que habían lucido holgadamente en la alquería. El aparador, la mesa y las sillas, el armario, la cama y la cómoda debieron sentirse en aquel piso tan comprimidos como yo. 

    Nada más entrar, un recién adquirido taquillón en color caoba nos recibía a la derecha de un espacio de no más de metro y medio de ancho. Sobre el mismo se colgó un gran espejo que sería testigo en numerosas ocasiones de mi incipiente coquetería. Al fondo de la entrada comenzaba el pasillo que obligaba a girar a la izquierda. Si algo me gustaba de ese pasillo eran sus diez metros de longitud que a modo de sala de gimnasia me permitía hacer series continuas de volteretas laterales, no sin causar gran preocupación a mi madre que se pasaba la vida repitiéndome que tuviera cuidado con las paredes; para su consuelo y gracias a mi buena técnica, nunca las rocé.

     Sin embargo, caminar por ese mismo pasillo en la penumbra de la noche me aterrorizaba. Allí experimenté una sensación nunca antes vivida en la alquería. Un fantasma al que jamás pude ver, me perseguía. Cuando recorría el pasillo, siempre sin mirar atrás, aleteaba mis brazos a la espalda para defenderme de ese espectro desconocido que también me acechó durante algún tiempo en la oscuridad de mi habitación, donde meterme en la cama y taparme hasta la cabeza con el muro infranqueable de las sábanas era mi única salvación. ¿Qué fantasma iba a preferir asustar en un pequeño piso en lugar de haberlo hecho en la alquería que era mucho más grande?. Para mi tranquilidad, al cabo de un tiempo el fantasma, imagino que aburrido de no poder acabar conmigo, decidió dejar de molestarme y me olvidé de él por completo.

    Al doblar el pasillo, la primera habitación era una salita que se amuebló con una impresionante librería. Yo no había visto un mueble igual. Ocupaba toda la pared, era de color castaño oscuro y estaba llena de estantes que con ayuda del Círculo de lectores mi madre iría llenando de libros. A la izquierda del mueble, próximo a la ventana, un cable atravesó la pared desde fuera para hacernos llegar la línea de nuestro primer teléfono que sería de color beige y cuyo disco marcador producía un agradable y relajante sonido cuando lo hacías girar con el dedo. El conjunto de la sala lo completaba una mesita de centro rodeada de un tresillo de escay en verde botella que más adelante mi hermano con ayuda de un boli Bic se encargaría de decorar.

    A continuación, un único baño prácticamente del ancho de su propia puerta tenía, al entrar a la derecha, un habitáculo cuadrado que albergaba un polibán con una ducha. De frente se encontraba el inodoro con la cisterna suspendida en lo alto de la pared que sólo liberaba el agua cuando estirabas de una cadena colgante; y en el medio del baño a la derecha, un pequeño lavabo con un grifo de agua fría y caliente. ¡Por fin me podría lavar las manos en invierno sin congelarme!

    A continuación estaba la cocina. Una bancada a la izquierda alojaba el fregadero y otra a la derecha una flamante cocina Corberó a gas butano con horno incorporado. Atrás quedaba para siempre nuestra robusta cocina económica…Para hacer el espacio más amplio mi madre mandó tirar la puerta que separaba la cocina de una pequeña galería, la cual se cerró con ventanales de aluminio con cristales traslúcidos texturizados que dejaban pasar la luz e impedían que nuestra vecina de enfrente, la señora Andrea, espiase nuestros movimientos. En esta galería se ubicó el innovador frigorífico con congelador independiente en su parte superior. Un día mi curiosidad me llevo a husmear en él; al abrir la pequeña puerta, una blanca y sedosa cobertura de hielo me pareció tan tentadora y apetitosa como un helado y sin pensarlo pasé mi lengua por su superficie. El congelador vengativo me atrapó como un imán y tuve que tirar mi cabeza hacia atrás con fuerza para conseguir despegarme. ¡Qué dolor…! De cada una de mis papilas gustativas brotaba la sangre cual manantial. Las heridas resultantes me obligaron a ayunar durante varios días.

    El frigorífico daba la espalda a la ventana de la habitación contigua (la mía) de manera que yo dormía en una “habitación sin vistas” porque lo que se veía desde mi ventana ya no era el campo y la inmensidad del cielo sino las resistencias negras y ruidosas de la parte posterior del frigorífico que además desprendían un calorcito que para el invierno me venía de perlas, pero que en el verano se hacía insoportable.

    Saliendo de mi habitación, ya en la parte final del pasillo se encontraba el comedor que era casi más pequeño que la cocina de la alquería. Al menos un pequeño balcón orientado al norte nos hizo las veces de mirador puesto que desde allí podíamos ver la alquería y los campos y eso era lo más parecido a estar en ellos. Entre la enorme mesa y el aparador cabían las sillas de milagro de manera que, si había alguien sentado y queríamos pasar por detrás, teníamos que hacerlo de perfil. Si una ventaja tenía el tamaño reducido del piso era que la catalítica Agni lo calentaba en un instante. Pero por fortuna en el comedor quedaba un rincón para ubicar sobre una pequeña mesa metálica lacada en negro, otra de las novedades que nos trajo la nueva vivienda: una televisión. Eso sí que era nuevo... Pasamos de escuchar en la radio de la alquería la novela de Matilde, Perico y Periquín, patrocinada por los anuncios de Cola Cao, a ver imágenes en la pantalla de una caja cuadrada. Eso cuando no le daba por ponerse rebelde y llenarse de granitos en movimiento, que entonces la mejor solución era darle unos cachetes hasta que decidía volver a sintonizar.

    Ver como Neil Armstrong descendía del Apolo XI y ponía su pie en la Luna forma parte de las primeras imágenes en blanco y negro que recuerdo. También quedó grabado en mi memoria el vestido minifaldero de Massiel cuando ganó el festival de Eurovisión cantando el “La la la”. A falta de correteos por el patio de la alquería, los días de invierno personajes como Valentina, Locomotoro y el Capitán de “Los Chiripitifláuticos”, me alegrarían las tardes a la vuelta del colegio, cuando lo último que me apetecía era ponerme a hacer los deberes. “Fantasías animadas de ayer y hoy” me dieron a conocer a Bugs Bunny, el conejo de la suerte que siempre preguntaba: “¿Qué hay de nuevo, viejo?” Y con diez años descubrí por primera vez al Conde de Montecristo que lo emitieron por capítulos en el espacio Novela de TVE en la sobremesa. Aún me parece estar viendo en escala de grises a Edmond Dantès encerrado en la prisión del Castillo de If con el abate Faria… aquella historia me cautivó. Por suerte no tenía rombos (otra de las cosas que nos trajo la tele y ante los cuales me obligaban a retirarme a mis aposentos sin rechistar).

    A continuación del comedor había dos habitaciones: a la izquierda la de mi yaya, para la que se compraron muebles nuevos dado que con su reducidas dimensiones era imposible colocar su enorme cómoda y su antigua cama de matrimonio. Al lado de ésta, pegada al comedor, estaba la habitación de mis padres que estaba orientada al norte y era fría como ella sola, y como los muebles traídos de la alquería eran tan grandes, no quedaba espacio para una cuna y mi hermano estaba a punto de llegar. De la solución que puso mi madre a este problema os hablaré en otra ocasión…

    Seis años, de los ocho a los catorce, vivimos en ese piso hasta que nos mudamos a otro mayor en la misma zona. Terminé acostumbrándome a sus estrecheces, a mi habitación sin vistas, al pequeño balcón pero siempre estaba deseando salir y bajar los seis pisos que me separaban de tierra firme. Saltaba los escalones de dos en dos y de tres en tres; y como el hueco de la escalera estaba diseñado en tres tramos, bajaba de planta en tres saltos. A veces hacía carreras para llegar al bajo antes que el ascensor. Yo bajaba prácticamente volando, en especial cuando era para ir a jugar a mi lugar de siempre: el todavía existente patio de la alquería. 

 

©️AMPARO NOGUERA 2021

 


 

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