LAS
COMIDAS FAVORITAS DE MI INFANCIA
A lo largo de los relatos os he ido dando pinceladas de algunas comidas típicas de mi infancia, pero como el tema es muy extenso, hoy os voy a hablar de las que más me gustaban. Como la paella tiene su relato aparte por eso no la menciono.
No podríamos hablar de comidas sin los sentidos del gusto y el olfato. Hay sabores que descubres en la infancia que se quedan grabados en la memoria de tal manera, que los recuerdas el resto de tu vida. Ya pocos de ellos quedan en la actualidad que me hagan revivir momentos entrañables pero cuando los experimento, cierro los ojos y me transporto en el tiempo al lugar donde ese sabor me hizo feliz. Con esta premisa voy a hablaros de comidas que aún hoy en día me recuerdan antaño porque he conseguido que me sepan igual. Dada mi condición de melindre me costó un poco apreciar los guisos caseros, aquellos que se hacían habitualmente con productos frescos, cuando no existían alimentos procesados ni comidas enlatadas, esas que actualmente dadas las prisas y el trabajo, se consumen tanto en algunos hogares.
En principio fui mala comedora; mi madre siempre iba detrás de mí tratando de alimentarme. Ahora, transcurrido el tiempo, analizo algunos de los alimentos que me daba y comprendo que no me gustase más comer. Para empezar, a ella siempre le gustó la carne muy hecha y en consecuencia, cuando me asaba una pechuguita la dejaba más seca que un esparto, de manera que me la ponía en la boca y se me hacía una bola que no había manera de digerir. Otras veces me daba pescado; en aquella época el más asequible era la palaia, que tiene más espinas que otra cosa, pues bien, mi madre le quitaba las espinas, o sea, casi todo y me la iba dando con mollitas de pan, alimento este que no era lo mío mezclado con alimentos salados y menos con pescado, la mezcla se transformaba en una bola bastante falta de jugosidad así que que para amenizar lo aburrido de la masticación hasta conseguir tragarlo, yo lo paseaba en mi boca casa arriba, casa abajo y mientras tanto me distraía jugando y toqueteando lo que encontraba a mi paso hasta que un día puse los dedos en el enchufe de la entrada. El calambrazo de 125 voltios, me provocó tal exclamación de dolor que en consecuencia el bolo alimenticio salió disparado de mi boca para estamparse contra la pared. (No hay mal que por bien no venga).
A mí en realidad de muy pequeñita me salvó la leche de vaca, la fruta y la tortilla a la francesa, que de francesa tiene poco; he leído que se le empezó a llamar así en Cádiz, pero que me gustaba mucho y era el mejor recurso para que yo comiese proteínas. Sin olvidar el huevo pasado por agua colocado en su huevera individual. También los ponches de leche, huevo y azúcar con un mini chorrito de coñac que me daba mi madre como reconstituyente. Cuando había sopa de cocido me pasaba como a Mafalda, no me gustaba nada y para mí era un suplicio tragarme un plato de fideos del número dos. Yo esperaba con ansia que llegara la merienda que siempre era pan, unas veces chocolate (ya fuera el bollo redondo o el Lingotín), otras con aceite y azúcar, y otras con leche condensada con Cola Cao. Pero no siempre iba a ser una melindre, así que fui creciendo y con los años empezaron a gustarme otras comidas.
Uno de mis platos favoritos (y lo sigue siendo) era la sepia de playa con cebolla en su tinta, además de por lo deliciosa que estaba, porque me dejaba la boca tan negra como si me hubiese bebido un tintero. Todavía lo cocino en la actualidad: sepia de playa, cebolla, ajos y perejil picados, piñones, laurel, sal, aceite de oliva y vino blanco. Es un guiso agradecido porque se hace solo; lo pones a cocer a fuego lento y en 25 minutos tienes un manjar.
Otra cosa que me empezó a gustar era “la sangre con cebolla”, un plato habitual de aquella época. La sangre cocida se sofreía en aceite de oliva con gajos de cebolla, ajo picado, piñones, laurel y sal y ya estaba lista. Lo encontrabas habitualmente en los bares. Aún la he visto en algunos en la actualidad. Recuerdo cuando iba al colegio de la Purísima cerca del puerto y mi madre me daba dinero para que me comprara el almuerzo en una parada del mercado del Grao muy cerca de Santa María Del Mar. Allí preparaban bocadillos para llevar; un “take away” como los de ahora pero hace cincuenta años. Yo me lo pedía de sangre con cebolla. Lo hacían realmente bueno. Aquello era un “chute de hierro” que a mi anemia le venía de perlas.
Como platos contundentes me encantaba el “arròs amb fesol i naps” que aprendí a cocinar de jovencita cuando mi madre tuvo que trabajar de dependienta en la verdulería. Junto a las alubias, el nabo y las pencas se añadía las patas de cerdo, el magro y los espinazos. A veces nos regalaban un “coll verd”, típico pato de la Albufera, cuya carne sin piel añadíamos al guiso y le daba un sabor espectacular.
El “arròs al forn” lo prefería a la paella y en aquella época lo teníamos que pasear en la cazuela hasta el horno más cercano, así como los macarrones gratinados que desde que la señora Carmen nos enseñó a hacerlos se convirtió en uno de mis platos favoritos. También comíamos legumbres, de ellas me encantaba el potaje de garbanzos con espinacas y huevo duro que tradicionalmente mi madre hacía siempre por Cuaresma.
Y como no hablaros del gazpacho manchego que descubrimos en Bicorp. ¡Qué delicia de plato…! Sobre todo comido en el monte y utilizando como plato la propia torta a la costumbre de los pastores. A la carne de pollo y conejo a veces se le añadía setas y el resultado era verdaderamente espectacular.
Otros platos habituales de mi infancia pero que ya no me gustaban tanto era el cocido, el arroz con acelgas, el guisado de ternera, las lentejas y el hervido valenciano, plato que mi padre tuvo en la mesa cada noche para cenar.
Luego llegaban los postres y alimentos complementarios. Aunque siempre me ha gustado la fruta, sobre todo la jugosa, como buena golosa el flan era mi postre favorito. Mi madre lo hacía de huevo de vez en cuando, pero se puso de moda el “flan chino Mandarín” que resultó ser un recurso fácil y barato para tener un postre apetecible. También tomábamos yogures de cristal de Danone (natural y de fresa), que comprábamos en la lechería de la señora Elenita, en la calle Puebla de Farnals que estaba a dos pasos de la alquería. El sabor ácido de aquellos yogures ya no existe. Llevo probando una marca tras otra con la esperanza de volverlo a encontrar y solo me llevo decepciones. Nos han querido acostumbrar el paladar al yogur griego de sabor más suave y cremoso y a mí me han fastidiado de lleno.
El sabor de la leche entera de vaca y la de cabra cuando íbamos a Bicorp, es salgo que tampoco puedo olvidar y cómo no, la leche chocolateada con el complemento estrella, el “Cola Cao”, que tanto nos anunciaban por la radio: “Yo soy aquel negrito del África tropical…”
Hoy en día no soy una melindre, al contrario, me gusta todo. Pero sobretodo lo sano y natural. He crecido con comidas caseras y sigo negándome a comer procesados. Por paladar y por salud. Aunque aprendí de joven y sé cocinar, apenas lo hago. Mi marido tomó el relevo cuando se jubiló y yo me dedico a mis trabajos creativos. Últimamente pasamos la semana a base de ensaladas y carne o pescado. Pero es verdad que los fines de semana siempre cae una paella o un “arròs al forn” como el de hoy…
©️AMPARO NOGUERA 2021
La fotografía está hecha desde debajo de la higuera de la alquería situada en el Camino de Algirós, 48 actualmente C/ Leones con Borriol.
Al fondo se ven los bloques de “La Isla Perdida”. En el centro de los campos se ve la figura de lo que parece un espantapájaros… (Mi padre tenía mucha maña para hacerlos).
Mi madre me enseñó a cocinar desde muy joven pero ahora prefiero que me lo den hecho mientras yo pinto o escribo así que los platos están todos cocinados por mi marido al estilo tradicional.
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