DECEPCIONES E INJUSTICIAS QUE NO LO FUERON TANTO


    Yo creo que todos hemos vivido en nuestra infancia alguna situación que nos ha hecho sentir injustamente tratados o simplemente nos ha decepcionado. En mi caso, estas vivencias no fueron sustanciales para mi desarrollo posterior pero sí que es verdad que se quedaron grabadas en mi memoria.

    Es curioso como a tan corta edad ya aprendí el concepto de lo que era una injusticia sin conocer todavía su denominación. Una injusticia es cuando contigo no se cumple ese principio moral por el cual se te debería dar lo que te corresponde o pertenece o simplemente se te da algo que no mereces y entonces te quedas con un palmo de narices.

    La primera injusticia que se cometió conmigo ya la conocéis, fue la riña que me dieron mis padres cuando exclamé un enorme grito al estar a punto de comerme una aceituna negra con patas. Con los años me di cuenta de que aquella fue la primera pero no la última.

    Otra situación que también consideré como tal, fue en una celebración en casa de mis yayos maternos a la que se invitaba a unos amigos comerciantes llegados de Barcelona. Acudíamos a la comida toda la familia, mis tíos, mis dos únicos primos menores nacidos hasta el momento, mis padres y yo. En el comedor de la casa se dispuso una larga mesa en la que no cabíamos todos, faltaba un sitio y una silla. Cómo yo ya tenía práctica en lo de convivir con las gallinas, mi madre me saco a comer al corral. Así que, sentadita en un cajón, con otro haciendo de mesa, y acompañada por las gallinas, me comí el platito de paella mientras mis dos primos menores disfrutaban en la mesa de los mayores. ¡Menuda injusticia! Al menos nos hubieran sentado a los tres allí fuera…

    La decepción es otra cosa, es cuando esperas algo y lo que recibes no es eso o no cumple tus expectativas.

    Mi primera gran decepción fue mi regalo de Reyes en unas Navidades. De pequeña no fui mucho de muñecas ni de peluches, lo mío era jugar a correr, trepar por los árboles, dar volteretas o pasarme las horas dibujando. Pero un año, se me debió cruzar algún cable y pedí una muñeca que fuera bebé para cambiarle los pañales (que ya son ganas…) y un cochecito para pasearla por los exteriores de la alquería. Por lo visto mi madre lo comentó con mis tíos y acordaron que el cochecito me lo dejaban en casa, mi tía Paquita, madrina mía y muy buena costurera, se encargaría de coser y bordar las sabanitas para el mismo y la muñeca me la “dejarían” en casa de mi tío Manolo. Cuál fue mi sorpresa aquella mañana cuando al salir al patio a ver los regalos, en lugar de un cochecito me encontré con una cuna de madera, forrada con tiras de plástico imitando el mimbre en blanco y verde y que los “Reyes Magos” debieron comprar en la calle de las cestas. Una cuna rígida para no poder moverla de la habitación. ¿Cómo iba yo a sacar a pasear a mi bebé con eso? Aunque el cochecito con ruedas no iba a ser necesario. La muñeca que traería más tarde mi tío Manolo ya sabía caminar. Era la típica muñeca de feria que se mantenía de pie más tiesa que un palo, con zapatos y vestidito mini, que aparentaba unos tres años de edad y que con su peinado corto con bucles rojizos y rizados a mí me parecía más una señora mayor que un bebé. Al ver la muñeca me quedé petrificada y no me quejé por no hacerle el feo a mi tío. Para aumentar mi disgusto la muñeca no cabía en la cuna y se le salían los pies. Tampoco vino Baltasar, que era mi rey favorito, a subsanar el error y allí me quedé el resto del año con una muñeca que estaba lo suficientemente crecida como para matricularla en el colegio. Nunca fui una buena madre con ella, ni llegué a quererla. Ya tendría ocasión en el futuro de ser una buena madre con mi hija, de quererla y de cambiarle los pañales hasta hartarme.

    Otras Navidades, a punto de cumplir los ocho años, ya teníamos tele en blanco y negro y nos habían machacado con el anuncio del “Dulcecotón Payá”. Yo, que adoraba el algodón de azúcar de la feria, soñaba con hacerme unas enormes nubes de azúcar y comérmelas a mis anchas así que fue el regalo que pedí a los Reyes. Ellos cumplieron y me lo trajeron. Tras abrir la atractiva caja con mucha ilusión, lo conecté a la corriente, volqué en el recipiente el contenido de azúcar sonrosado que venía en una bolsita, sujeté el palito con mi mano y le di al botón dispuesta a que la magia convirtiese el azúcar en algodón. El artefacto a penas dio unas vueltas, las suficientes para que los granos de azúcar con colorante volaran por toda la cocina e inmediatamente emitió un extraño sonido y se chamuscó. Según mis padres, los Reyes ya estaban de vuelta y no se podía reclamar. Además, con el trabajo que tenían, tanto en el campo como en la tienda, solo les faltaba perder el tiempo llamando a Egipto por conferencia. Así que el “Dulcecotón” terminó en la basura a las pocos minutos estrenarlo.

    Otra decepción muy grande la tuve el día de mi octavo cumpleaños. Entonces no se habían inventado los parques de bolas ni las celebraciones con globos en medio de la huerta. Tampoco recuerdo cumpleaños con muchos amigos. Así pues, me vi rodeada de la gente mayor de siempre, mis padres, María y su marido, Consue, mi yaya y yo misma. No sé qué preparó mi madre de merienda. Solo recuerdo la ilusión con la que yo esperaba la tarta con velitas. Mi madre ya trabajaba de dependienta en la alquería-verdulería y le faltaban horas al día para atenderlo todo, en consecuencia no tuvo tiempo para encargar una tarta decorada ni velitas de colores, así que en el último momento compró en el horno una “coca de llanda” y le colocó encima la escuálida velita del día de la Candelaria que le habían dado en la iglesia unos días antes. ¡Qué disgusto…!, Era como cumplir un año… Mi cara se debió descomponer y lloré para mis adentros, sabía que mi madre había hecho lo que estaba en su mano… pero mi decepción fue tan grande que hasta “la coca” se me atragantó; aquel proyecto de tarta rectangular en color marrón oscuro, sin nata ni crema pastelera, ni un texto de chocolate felicitándome con mi nombre en su superficie…

    No os compadezcáis de mí, en aquel entonces solo lo veía con ojos de niña. Tuve la gran fortuna de recibir mucho amor y cariño y fueron tantas las cosas buenas que me hicieron feliz, que consiguieron restarle importancia a aquellas pequeñas decepciones.

    Visto hoy en día con mis ojos de adulta y conocedora de las enormes injusticias que en realidad padecen muchos niños; ya sea porque no tienen para comer, porque se abusa de ellos, porque se les explota trabajando, o porque son víctimas de bullying, aquellas cosas que a mí me sucedieron solo fueron unas insignificantes menudencias.

 

©️AMPARO NOGUERA 2021 

 


 


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