LA VACA Y YO

 

 

    De pequeña fui una niña muy delgada, tanto, que según mi madre dos piernas mías cabían por el camal de un pantalón. Decían que era una “melindre”. No había manera de que comiese bien, sobre todo porque no me gustaba el pan y para mis padres, que habían conocido la guerra, el pan era un alimento imprescindible. Cuando me negaba a comerlo, mi padre me repetía siempre la misma extraña pregunta a la que nunca supe responder: ¿es que el pan es hijo de paja?

    Además, yo siempre estaba constipada. Si hay algo que recuerdo tanto como jugar en los campos, era mi tos; una vez seca, otras silbante, pero sobre todo la recuerdo con mucho dolor en el pecho. La humedad de la casa, las obligadas salidas al corral para ir al comú con un frío que pelaba, mi habitación-congelador… Todo ello me daba puntos para terminar en la consulta del médico.

    Buscando remedio a mis males mi madre me llevó al mejor pediatra de Valencia: Don José Selfa, que tras hacerme las correspondientes pruebas me diagnosticó anemia y alergia al polvo y a la humedad. El Dr. Selfa debía creer que la leche de vaca era una poción mágica y sabiendo que vivíamos en la huerta preguntó: ¿ustedes tienen vacas? Y ante la respuesta negativa de mi madre, le sugirió que me compraran una vaca como quien receta unas aspirinas. Casi nada, una vaca… Al llegar a casa mi madre transmitió a mi iaio Nelet la prescripción del Dr. Selfa para remediar mis males y este, en menos que canta un gallo, compró una vaca especialmente para mí. Pero como la producción de leche de la vaca era superior a la que yo me podía beber, necesité la ayuda de todo el vecindario para hacerme con ella. Así pues cada día día mi padre realizaba el ordeño hasta llenar un resplandeciente pozal que después pasaba a una enorme lechera que también recuerdo muy plateada. Nuestra cocina, que era un espacio donde ya hacíamos de todo, se convirtió de pronto en una lechería. Mi madre y mi iaia, con medidores de aluminio de cuarto, de medio litro y de litro, llenaban con leche todavía caliente, las portátiles lecheras de todos los clientes. Eso si que era sostenible y no como ahora que todos los envases son de un solo uso…

    De la vaca tengo gravados varios recuerdos: uno es el de ver a mi padre como la ordeñaba sentado en un pequeño taburete; imagen que luego he visto repetidamente en películas y reportajes y que siempre me ha resultado muy familiar. El otro sucedió teniendo yo unos cuatro años. Recuerdo que me enfadé con mis padres y en uno de mis “ramalazos” decidí marcharme de casa rumbo a no sé dónde. Salí de la alquería por la puerta principal y giré la esquina rozando el jazmín, para dirigirme por el camino que bordeaba la pared norte de la casa en dirección hacia el cobertizo y el corral. Ese tramo era sumamente agradable; casi como un pequeño parque temático. En la parte de abajo de la pared mi padre tenía piedras apiladas y apoyadas a su lado montones de cañas que usaba para montar las estructuras de las tomateras y otros cultivos. Al otro lado del camino estaban los árboles, primero el cascavellico; al que me gustaba subir para coger y comer sus frutos: unos ciruelos morados, pequeños y dulces, que me sabían mucho mejor que el pan. Después se encontraba la frondosa higuera de la que tantos higos me comí cogidos con una caña abierta en su extremo. De pronto me encontré con la vaca trotando frente a mí y me pareció tan grande como un dinosaurio. Debió soltarse del pesebre y escaparse como había hecho yo. Tal vez estaba harta de tanto pesebre y tanto ordeño y también quiso marcharse o tal vez lo hizo en solidaridad conmigo pero yo, muerta de miedo, pensé que el animal me iba a arrollar y que iba a terminar aplastada debajo de sus patas. Fue tal el susto, que sin perder un segundo me di la vuelta y volví corriendo a casa pidiendo socorro y gritando que la vaca me perseguía. Creo recordar las risas de mis padres al verme regresar al medio minuto de haber salido. Era evidente que sabían que muy lejos no me podía ir. Mi padre salió a por la vaca y la llevó tranquilamente al establo. Semejante acontecimiento me hizo tener claro que en casa, a pesar de algunas reprimendas de mis padres, estaba más a salvo que en ningún sitio y nunca más me volví a fugar.

    Me gustaba el sabor de la leche tal cual. Solo una par de veces más en mi vida he probado leche tan buena y auténtica como aquella, cuya gruesa capa de nata me tomaba en un plato endulzada con azúcar como el mejor de los manjares. A veces cierro los ojos y me recuerdo al volver del colegio en la cocina de la alquería tomando mi vaso de leche de la merienda con la amorosa compañía de mi madre y de mi iaia mientras ellas permanecían atentas a la radionovela de la tarde interrumpida de vez en cuando por los anuncios de los que recuerdo especialmente el de: “Yo soy aquel negrito del Africa tropical que cultivando cantaba la canción del Cola Cao...” y que terminaríamos comprando para dar a mi leche el sabor del chocolate...


©️AMPARO NOGUERA 2021



Comentarios

  1. Está claro que cada vez que le das una vuelta al relato, consigues transmitir nuevos detalles, matices y sentimientos. Si me gustó la primera vez que lo leí, has conseguido que me guste más en esta ocasión. Por todo ello quiero darte mi enhorabuena.
    Por cierto, Curiosa tu relación con los animales. Careto, la vaca y como no las gallinas 😂.

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